martes, 8 de octubre de 2013

Bitácora. Parte uno: la voz liberada

Aceptar el hombre, aceptar el rayo fue mirar con humildad hacia dentro y entender las dos dimensiones que todo lo componen y aún así, llegar a la visión de que no hay separación. Es arduo volver a la unidad… Años para reconocer y aceptar mi destino de este lado de la realidad. Otro tiempo menos extenso pero muy intenso para abrazar mi temor completamente.

Me despertaron ya tantas veces en pleno sueño…  Me mostraron con tanta simpleza la fuerza del camino, la energía transformadora, los remolinos del cambio. Agotaron mis resistencias los guardianes de los cuatro vientos para que me entregara a la vida por el mero hecho de vivirla y eso fue de por sí, trascendente.

Era el primer tramo de la hoja de ruta hacia el oeste ocupando mi asiento con destino a Paysandú —Parahy Sanderú, la resurrección de la voz o la voz liberada— y escuché en mi pensamiento la voz de un indio. Su imagen como el sonido de su silencio, también se esclarecía. Entre la negrura afuera, un guardián de los viejos tiempos tomaba claridad.

Su pelo estaba descuidado o más bien libre y su color era ceniza, el blanco había ganado parte de su cabellera. No era anciano, pero era sabio. Vestía sencillez aunque sostenía los galones propios de su autoridad. Junto a mi estaba Gabriel, compañero de viaje, quien se atrevió a revelarse al miedo y a despertar el amor hacia el camino. De inmediato le empecé a relatar lo que estaba diciéndome el nativo. Nos estaba llevando el permiso para caminar la tierra, ofreciéndonos calma para nuestra tarea y el apoyo que fuera necesario para desarrollarla. Seríamos respaldados a partir de entonces por su custodia y generosidad. Su mensaje estaba cargado de esperanza y en su intención se hacía notorio el deseo de que recuperáramos nuestro lugar sagrado, nuestro cielo de tierra. Transmitía la firmeza que precisábamos para andar con determinación. El encuentro se extendió unos momentos, suficientes para que se levantara la visión.

Ya no recuerdo si con los ojos abiertos o cerrados, la danza de la vida bailó a mí alrededor. Los tres tiempos sacudieron mi conciencia: todo lo vivido sostenía mi presente, fui templado por la confusión y la claridad. No soporté más el temor en mi cuerpo, entonces lo desaté de mi corazón para que estallara y brillara el amor.

La expansión que se abría delante de mí fue rotunda: un largo corredor llamado Tierra me mostraba que el camino es infinito, que ella sería firme en su piel para poder recorrer la sabiduría de su libro gastado por los milenios, pero íntegro en su esencia.

En aquella película, las mochilas de la civilización no aguantaban ya las amarras y el coraje venía de lo más profundo de cada uno para decidirse hacia la dirección que siempre les había guiado y latido. El encierro se resquebrajaba, salíamos a encontrarnos, sabíamos a dónde ir, nos tomábamos un tiempo para observar al mundo por televisión y aquello era una marea de emociones. Las personas se arrebataban la razón, necesitaban pelear por última vez.

Círculos y círculos de mujeres y hombres por todos lados, naciendo inesperadamente, honrándose mutuamente. Las comunidades del arco iris fermentaban, buscábamos un espacio donde descansar y llegábamos sin proponérnoslo a la tierra que siempre habíamos deseado habitar.


La tierra es cielo y el cielo es tierra y nosotros su nación. La comunión de la belleza, la mezcla de los colores y en el centro siempre el sol. Abrí los ojos o volví a traer la mirada a esta realidad. Aún seguía transitando la ruta y me dije:   “Soy un buen ciego que aprendió a mirar con el corazón.”


Camilo

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