El ambicioso o el consumidor quiere comerse al mundo…
antes que el mundo se lo devore a él. Pero medirse con las fuerzas del destino
es un acto de inconciencia e incompatibilidad con el todo, aunque un acto
natural en la búsqueda hacia uno mismo.
No importa cuál sea el umbral de tu ambición ni cuando
digo ambición estoy hablando únicamente de dinero o bienes materiales. Es mucho
más fuerte y complejo que eso. Lo que estamos peleando por llenar son los
espacios vacíos a la velocidad de la luz, producto del dolor que nos causó
estar gobernados por la carencia tanto tiempo. Carencia de lo que sea.
Durante este período, la necesidad de sacar tajada y
ventaja se acrecienta, así como se despierta la rabia o la furia cuando
inmediatamente después la vida te da menos de lo que esperás o mal el vuelto.
La ambición puede llevarte a querer tener muchas compañías, placer, dinero,
trabajo, enseñanzas espirituales o compromisos. Todo está dibujado en contraste
con lo que no tuvimos. Sino contrariamos la contraria de lo que alguna vez nos
sacó del pozo, es decir, volvemos a la herida original. Sí, así de rebuscados
estamos adentro.
Es obvio que lo que estamos buscando recibe su contraste
inmediatamente en las manifestaciones cotidianas. En este lugar de la
conciencia es donde queremos resaltar y exaltar lo poco o mucho de lo que vemos
bello o significativo en nosotros. Pero las apariencias no duran, estamos
frágiles aunque le demos vuelta la cara a lo que nos sucede y como punto de
partida, no suele durar demasiado. El cumplir las expectativas que tenemos
sobre nosotros en la sociedad nos implica un gran esfuerzo, porque hay partes
que necesitamos callar o enviar a las sombras. Da mucho trabajo sostener una
imagen que no es verdadera y auténtica o creer que el afuera se va a acomodar a
nuestras necesidades. Allí no hay integridad sino separación y una cruda
necesidad de escapar o desatender lo más honesto que nos pasa para que lo que
construimos no se desmorone.
La ambición cansa, agota y agobia y el universo devuelve
el mismo grado de complejidad como espejo del nivel de estrategia que
elaboramos para mantenernos en el mundo. Perdés simpleza, entrás en tu propia
trampa, te “acomplejás”.
La ambición termina dejando a su ambicioso en ”Pampa y la
vía”, al lunfardo porteño… te deja en la calle. Los autos que se pinchan en la
ruta o la salud que nos ofrece una drástica parada y tantísimos ejemplos más, a
la medida de lo que se construye. El consumista corre detrás de la fortuna en
desconocimiento de las leyes que operan en el mundo y por tanto, revela que
tampoco está observando lo que opera sobre sí. Está tan sumergido en su lugar
que confunde la necesidad de logros con la búsqueda de respuestas que lo
colmen. Quien se encuentra en ese lugar, no se reconoce porque su ambición lo
convence de estar más allá de donde realmente está.
Nuestro fiel reflejo de este lugar es la viveza criolla
—desdicha o sentimiento de competencia desparejo—que nos dejó fuera de juego
tantas veces en las últimas décadas. Hasta que entendimos que la recompensa es
el camino —ambición— y que no se gana sólo con la artimaña práctica o la
rapidez mental.
La realidad o las leyes del universo en movimiento se
encargan de devolver los gestos. Las cosas no vienen como las queremos sino
como las necesitamos, dijeron tantas veces queridos hermanos.
Hay un momento en que conciente o inconcientemente
empezamos a reclamar entrar en la dimensión del universo. Lo que estamos
pidiendo es entender las reglas y pautas del juego desde lo que nos está
pasando. La persona aquí está reafirmando su deseo de vivir y se pregunta ¿para
qué? Esta manera de interrogar evoca las ganas de encontrarle sentido a lo que
está sucediendo. Se suelta la queja, nace la voluntad de reconocer en qué
tenemos que ver con lo que ocurrió. Se gesta la búsqueda como imperativo y
sentido profundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario