domingo, 13 de octubre de 2013

Me perdono y me reconozco —tercera parte—: Cambiar al mundo antes que el mundo nos cambie.

El ambicioso o el consumidor quiere comerse al mundo… antes que el mundo se lo devore a él. Pero medirse con las fuerzas del destino es un acto de inconciencia e incompatibilidad con el todo, aunque un acto natural en la búsqueda hacia uno mismo.

No importa cuál sea el umbral de tu ambición ni cuando digo ambición estoy hablando únicamente de dinero o bienes materiales. Es mucho más fuerte y complejo que eso. Lo que estamos peleando por llenar son los espacios vacíos a la velocidad de la luz, producto del dolor que nos causó estar gobernados por la carencia tanto tiempo. Carencia de lo que sea.

Durante este período, la necesidad de sacar tajada y ventaja se acrecienta, así como se despierta la rabia o la furia cuando inmediatamente después la vida te da menos de lo que esperás o mal el vuelto. La ambición puede llevarte a querer tener muchas compañías, placer, dinero, trabajo, enseñanzas espirituales o compromisos. Todo está dibujado en contraste con lo que no tuvimos. Sino contrariamos la contraria de lo que alguna vez nos sacó del pozo, es decir, volvemos a la herida original. Sí, así de rebuscados estamos adentro.

Es obvio que lo que estamos buscando recibe su contraste inmediatamente en las manifestaciones cotidianas. En este lugar de la conciencia es donde queremos resaltar y exaltar lo poco o mucho de lo que vemos bello o significativo en nosotros. Pero las apariencias no duran, estamos frágiles aunque le demos vuelta la cara a lo que nos sucede y como punto de partida, no suele durar demasiado. El cumplir las expectativas que tenemos sobre nosotros en la sociedad nos implica un gran esfuerzo, porque hay partes que necesitamos callar o enviar a las sombras. Da mucho trabajo sostener una imagen que no es verdadera y auténtica o creer que el afuera se va a acomodar a nuestras necesidades. Allí no hay integridad sino separación y una cruda necesidad de escapar o desatender lo más honesto que nos pasa para que lo que construimos no se desmorone.

La ambición cansa, agota y agobia y el universo devuelve el mismo grado de complejidad como espejo del nivel de estrategia que elaboramos para mantenernos en el mundo. Perdés simpleza, entrás en tu propia trampa, te “acomplejás”.

La ambición termina dejando a su ambicioso en ”Pampa y la vía”, al lunfardo porteño… te deja en la calle. Los autos que se pinchan en la ruta o la salud que nos ofrece una drástica parada y tantísimos ejemplos más, a la medida de lo que se construye. El consumista corre detrás de la fortuna en desconocimiento de las leyes que operan en el mundo y por tanto, revela que tampoco está observando lo que opera sobre sí. Está tan sumergido en su lugar que confunde la necesidad de logros con la búsqueda de respuestas que lo colmen. Quien se encuentra en ese lugar, no se reconoce porque su ambición lo convence de estar más allá de donde realmente está.

Nuestro fiel reflejo de este lugar es la viveza criolla —desdicha o sentimiento de competencia desparejo—que nos dejó fuera de juego tantas veces en las últimas décadas. Hasta que entendimos que la recompensa es el camino —ambición— y que no se gana sólo con la artimaña práctica o la rapidez mental.

La realidad o las leyes del universo en movimiento se encargan de devolver los gestos. Las cosas no vienen como las queremos sino como las necesitamos, dijeron tantas veces queridos hermanos.


Hay un momento en que conciente o inconcientemente empezamos a reclamar entrar en la dimensión del universo. Lo que estamos pidiendo es entender las reglas y pautas del juego desde lo que nos está pasando. La persona aquí está reafirmando su deseo de vivir y se pregunta ¿para qué? Esta manera de interrogar evoca las ganas de encontrarle sentido a lo que está sucediendo. Se suelta la queja, nace la voluntad de reconocer en qué tenemos que ver con lo que ocurrió. Se gesta la búsqueda como imperativo y sentido profundo.


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