sábado, 29 de septiembre de 2012

Música para despertar

Me alejé de la ciudad hace dos años, cuando lo hice, aquella decisión fue incomprensible para los más cercanos. Me acerqué al lugar donde recuperé mi memoria ancestral. Adivinaba alguna antigua encarnación como nativo en estas mismas tierras aunque esta vez no fuera indígena y solo personificara un hombre de ciudad alejándose. Uno tras otro los pasos me acercaban a tiempos antiguos, rituales lejanos que resultaban conocidos y un camino de amor que me sonaba familiar. Para una persona de ciudad este puede ser un paraje incómodo y disfuncional a sus hábitos y rutinas. En algún caso su estadía de fin de semana o un paisaje más en su destino al este extremo de la costa. Para mí fue el sitio donde esperaban la canción, la prosa y la poesía. Es el lugar más confortable que conozco; tendido bajo el árbol, el sol del mediodía suspendido en las alturas y una pequeña creciendo a mi lado y en libertad. Es el lugar más excitante que encuentro cuando descanso en la entrada de casa y descubro la lluvia y el viento provenientes del sur. 

Ya me empapé de cultura y de humo a la salida de un bar, hoy prefiero mojar mi rostro con los rayos del sol y cambiar madera por calor. Prefiero la casa solariega, el agua cayendo sobre las chapas del porche y nadie alrededor. Prefiero el sudor en la frente y el rostro tostado, un amanecer con neblina y la mañana derritiendo lo que la noche dejó.

Mi cabeza me trae al ahora. El talón pegado al suelo y el resto del pie subiendo y bajando, tocando un ritmo, cualquiera que nos acerque. Hay cierta música entre las hojas de un árbol. El árbol de las mañanas, el árbol de los anhelos que tantas veces inundamos de cedro, palo dulce y copal. El árbol que me cuida, la vida que respiro en estos años que me han moldeado el carácter y me han templado el espíritu y la libertad.  El cielo ennegrecido avisa que lloverá. La melodía es apabullante, un pájaro rompe mis pensamientos más ensombrecidos y detrás otro pájaro y detrás otro más. Aletean, vuelan y cantan: gigantes. Más atrás los rayos penetran la tierra, más acá los perros aúllan con severidad. Ingreso con velocidad a nuestra habitación, tomo la guitarra y la desenfundo con mayor celeridad, no quiero perder esta ocasión de hacer sonar un la en tono menor mientras los mejores truenos tocan la tierra y ejecutan su tambor. Amo la tormenta, siento que la naturaleza abre su revolución. En el centro de lo que soy se levanta un regocijo cuando el agua avanza y me lava. Debajo de la tierra los brotes empiezan a nacer, no los veo pero ellos están. La atmósfera se empapa y termina por darme escalofríos y alisto un leño más. El fuego que crece y crepita, el relámpago que ilumina el instante y la guitarra buscando el acorde mejor. Tomás asiento a mi lado y te animás a cantar sobre el brazo de la guitarra, saltando los trastes, esquivando mis dedos y las cuerdas inmensas. Los duendes sacan su cabecita de atrás de los árboles, las hadas bajan de los techos y las salamandras espían la escena desde las lenguas del fuego. La voz caliente, las cuerdas hirviendo y la melodía pasando entre nosotros. 

El encantador de versos también tiene su rutina y sufre sus atascos. Debe conversar con su alma, encontrar un tiempo para soñar, reunirse con el espíritu y levantarse agotado luego de una noche agitada y ponerse a escribir. Más o menos en eso constan sus horarios. Entre intervalos e interrupciones atender a las letras que lo apuran a escribir. Más o menos en eso constan sus hazañas. No caer en olvidos, recordar lo vivido y sacar de la caja de sueños un papel apretado y ponerlo a bailar. Matizar los deseos prohibidos, reunir los opuestos y buscar las palabras que no escribió jamás. Actualizar el ingenio y hacer girar el prisma para dar con el color que no pintó la última vez. 

Hacer notas, juntar compases, amenizar el espacio, armonizar estados de ánimo y abrir el cuaderno. Afinar el instrumento mientras pasan alborotadas las sílabas de la lengua al renglón. Aprontar la sangre, apurar el buen vino, sorber ese trago y afilar la tinta. Sentir que estás vivo con cada bocanada de respiración. Correr la cortina, bajar la persiana, beber de las aguas, beber de la boca que te trata de "amor".


Camilo Pérez Olivera
Ensayando otra manera de vivir¡!

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