Reconozco a la Tierra como Madre, como gestadora, como un ser con la capacidad de concretar vida, de dar existencia. Conozco de la Tierra la superficie y ese plano ya es un festín. Me fascinan los misterios que la embargan, los que conozco…y camino detrás del espíritu rezando por ser más sabio cada día, cuidando la inocencia, abrazado a la capacidad de sorprenderme. La Tierra tiene varios perfiles. Puede hacerse gigante, elevarse hasta el precipicio de sí misma, transgredir su propio límite y mezclarse próxima al cielo o puede abarcar extensiones humildes, llanas y llenas de vida. Están los lugares donde la tierra es seca e impenetrable y el agua puede recorrer metros y metros hasta logar ingresar en las capas más cercanas a la superficie. Están los sitios donde sus capas se abren como flores y también abundan estas últimas. Como con todas las cosas - también con la tierra- cada uno va definiendo y dibujando el perfil que más aprecia, con arreglo a gustos y a criterios y a cariños y los expresa como puede y como quiere. Para mi la tierra sabe delicada, natural y firme…penetrante.
Es un lienzo repleto de belleza, en particular me siento atrapado por aquellas postales que retratan la vida en movimiento sobre la tierra. Aquellas paletas de colores crudos, de olores fuertes y seguros, de melodías originarias. Imagino esos paraísos donde la tierra se mantiene virgen y cruda, con la piel impenetrable.
Los lazos entre los humanos, cuando estos tienen raíces fuertes, deben ser como esas telas que unen a los bebés con sus madres, sosteniendo el profundo amor y balanceándose entre la flexibilidad y la fluidez. El vínculo originario entre la Tierra y sus hijos se teje en un vientre al rojo vivo y oscuro, donde el calor es abrasador y no remite a miedo alguno. Es completa firmeza, es absoluta confianza, es total amparo y un sentido de pertenencia incontrastable.
Así se dibuja lo que siento como hijo de la Tierra. Es una casa, para mí. Hecha de paredes de barro, de cimientos echando raíces en lo profundo de las entrañas, de un suelo de buena madera anclando mis días, sosteniendo mí presente. De puertas claras y anchas que inviten a pasar y que cuiden la intimidad de mi familia. De habitaciones cálidas y amplias, coloridas, donde respirar hasta colmar los pulmones sea agradable y tomar un descanso sea un placer. Donde tomarme de la almohada y amasar sueños colectivos e ideas inspiradoras. De sitios comunes para compartir, construidos en la conciencia del circulo y en la hospitalidad del consenso. Con un fuego central que ilumine las jornadas y las haga placenteras, aún en aquellas instancias difíciles. De cocinas largas donde se preparen los alimentos y se les cante con alegría. Donde cocinar sea una belleza y no un trámite. Donde se cure y se sane el corazón, donde se nutra al alma.
Siento que la tierra tiene mucho de un libro añejo, como esas abuelas que cierran los ojos y abren la memoria, comparten historias fascinantes que deslumbran hasta a las estrellas. Esta Tierra tiene mucho que contar, cuando sus tapas rústicas y enteras se separan, se suceden páginas de papiros, de textura áspera y aventuras plenas. Está escrito así el libro de la sabiduría, con la historia de culturas milenarias, primigenias, que vivieron la magia y bebieron de los ríos. No había sed en aquel tiempo, no había separación y la vida no era una tragedia porque los hombres y las mujeres eran sagrados y su esencia también. Hay cajitas que guardan tesoros y secretos. La vida en la Tierra no es un bello recuerdo sino un tiempo que está para volver. Donde, como en la versión más verdadera de “Jumanji”, todo está vivo y estar vivo no es un riesgo sino una aventura para el espíritu. Lo demás, se quedará aquí.
Camilo Pérez Olivera
Ensayando otra manera de vivir¡!
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