Ya
pasaron hace muchos años mis tiempos de educación formal, por lo menos desde lo
perceptual se me hace lejano. Ahora cuento con la posibilidad de criar y educar
a mi hija. Esta oportunidad pone de manifiesto la participación que estoy
dispuesto a tener. Una vez más se topan las ganas de mi personalidad de
distraerme en otras cosas con la responsabilidad de ser padre. Los caminos no
siempre se mezclan, a veces una y otra cosa tienen direcciones antagónicas.
No
tiene mayor sentido revisar aquellos lugares de la infancia donde comencé a
desencontrarme con quien soy. No importa ya quiénes participaron en elaborar
aquellas estructuras primarias y si estas fueron suficientes para mi propia
valoración o no. Importa reconocer que todos dieron de sí lo más rico que
existía dentro de ellos. Ese es un acuerdo que tengo conmigo mismo, es un pacto
que estoy camino a internalizarlo por completo.
Cuando
lloro al escuchar personas expresando su verdadero amor y compromiso a la labor
educativa, llenando mis oídos y mi corazón con esperanza, lo que siento es la
profunda verdad de estar saliendo de las sombras. Se juntan en mi garganta el
dolor y la alegría y lloro un poco de cada una. El recorrido ha sido rudo antes
que la neblina se comenzara a despejar. Las luchas han sido despiadadas, los
duelos han durado siglos, las pujas, las relaciones de poder, las resistencias
y los miedos han persistido durante milenios. No es raro llorar las tristezas
que guardamos desde la noche de los tiempos, es verdadero estremecerse de alegría
por una esperanza y una primavera que sabemos, es antecesora de esa noche y
está para volver.
Pero
hay conflictos aún rondando a la esperanza y la confianza, hay confusión previa
a tocar el esplendor más bello que somos y esa confusión está como nacida,
cubriendo el instrumento de gracia que existe dentro de nosotros. Las lágrimas
no son las mismas, pueden ser igual de desmedidas que hace años atrás, cuando
caminaba las primeras experiencias sensibles del ser, sin embargo ahora sé
cuáles son los lugares que duelen dentro mío. Los he visto y sé sus hábitos y
comportamientos. Conozco los sitios de mi que necesitan amor y alegría y si
tengo la ocasión, salgo al momento a buscarlo. Pretendo una sonrisa de mi hija
en ese mismo instante, si resulta en carcajada cortita, deliciosa y en tono
agudo, ¡mucho mejor! Yo preciso su risa y entonces le hago cosquillas y permito
contagiarme de esa frescura. Frescura, simpleza, sencillez: son la resultante
de un arduo trabajo por desestructurar la rígidez, la seriedad y el intelecto y
a veces le imprimimos esos aditivos a nuestras horas.
No
es estimulante salir al mundo con la herida que recortó las primeras
posibilidades a repetir el patrón de siempre ni ver siempre ese mismo
comportamiento en los demás. Más bien se trata de caminar la ruta que habilite
otra experiencia, que explore otra modalidad. Es genial permitir en la
educación: "podés tocar, podés ver, podés gustar, podés escuchar, podés
probar. No hay error, hay experiencia". Es genial habilitar ese poder,
encontrarse con la autoridad del ser. Es una tranquilidad escuchar que tantos
profesionales sostienen el mismo discurso, sobre todo cuando quien escribe -en
las antípodas de ser profesional en área alguna- elige hablar de lo
mismo. Me alegra ser unanimidad y romper el molde. Porque implica abandonar el
héroe solitario que escribe sobre espiritualidad y encontrarse rodeado de ideas
familiares, de gestos afines. Los dibujos animados que nos hipnotizaron
generación tras generación eran individuos huérfanos y su camino hacia el amor
significaba dejar el personaje, mostrarse vulnerable para poder experimentar
cariño, amparo, protección. Está bueno que dejemos de ser Superman y Batichica.
Está bueno soltar el disfraz que nos desvincula, la capa que nos hace volar por
encima de los demás. Está bueno que la referencia emocional de los niños y
niñas sean adultos con integridad -y a ver quién se anota en esta fila- y parte
de esa tarea significa comunicar los costados vulnerables, tener la capacidad
de expresar las debilidades. Solo reconociendo que somos humanos -no como
excusa sino como exploración de esa experiencia- podremos hacernos cargo de las
deficiencias y las cualidades que nos son intrínsecas.
La
educación se desgaja entre pública y privada. La primera es (des) atendida por
funcionarios y burócratas del Estado, abandonada por los recursos y por los
estudiantes. La segunda acapara la mayor porción del uso horario ofreciendo
todas las dimensiones curriculares competentes en el mercado laboral mientras
los padres producen dinero y compran comodidad.
Abajo
de esa disquisición quedaron los sectores marginales, arañando el umbral de las
sociedades capitalistas. En el multiverso tercermundista está claro que falta
la alimentación suficiente para saber qué significa educación y hay demasiada
sed para aprender a pensar, apenas sobrevivir es un milagro o una tortura,
según el punto de vista a gusto del lector.
Las
brechas son fuertes y dolorosas y sin embargo hay voces que se atreven a
quebrar instrucciones añosas y logran contagiar esperanza.
Se
nota que estamos en la puerta de un cambio, se nota que estamos dando a luz una
manera de pensar diferente, integrando el sentir, retornando a la percepción
como manera de acercarnos, de asociarnos. El instinto vuelve a ser fundamental
para confiar en el aprendizaje propio y participar en el proceso de quienes
educamos. Si el centro se posa en que la sabiduría preexiste a toda ruta
educativa, en la inteligencia que llevamos dentro, entonces los procesos
educacionales invierten el sentido. Esto es que haciendo reconocemos las
aptitudes y simultáneamente damos cuenta de cuál es nuestro lugar en el mundo.
Simplemente nos espejamos en el afuera.
Se
nota que estamos en plena transformación. El año del dragón araña el suelo
que pisamos y levanta el polvo más insignificante que necesitamos cambiar. El
año próximo será turno de la serpiente y estaremos cambiando la piel.
Camilo Pérez Olivera
Ensayando otra manera de vivir¡!
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