Esa feria es un derroche, largo y con pregones salidos de
gargantas cansadas, como canciones repetitivas y monocordes. Es malhablada, se
vociferan muchas lenguas y dialectos extranjeros e incomprensibles. Estos, se
mezclan con las frutas y verduras frescas y se cocinan y se marchitan al calor
del sol.
Se muestran radios antiguas, recicladas y esas son las que
más me gustan , las más caras, las más costosas. Porque evocan a mi abuelo y a
mi abuela con su transmisor diminuto, perdido a sus orejas en las madrugadas,
murmurando tangos que los acompañaron mientras se despertaban los demás y ellos
acomodaban la radio, caída ante alguna derrota del insomnio. Yo tomé eso de mis
abuelos, el amor por la radio, despierta,
de guardia, en vivo. Mis abuelos
gastaron las ruedillas buscando compañía, voces, misterios. Bajaron el volumen
al mínimo indispensable, como si fuera una canción de arrullo, de cuna, que apenas
se hace sentir. Son esas canciones que te tienden la trampa de hacerte soñar,
como el misterio, como la medicina. Los Abuelos son añejos portadores de
sabiduría, añejos portadores de cuentos, de fantasías, de secretos y otra vez,
de Misterio. Tienen la llave para cruzar la calle, la feria de los misterios,
para velar por los encantos.
La feria del Rastro, sospecho, es como la Tristán Narvaja o
San Telmo, como navegar por los propios armarios escondidos de la habitación
interior. Ese eterno estado de ensoñación que le enseñó Don Juan al joven
Castaneda. Navegar por el Misterio, minúsculo y entrometido, curioso... Yo elijo esas ferias, esos viajes, hechos de
viejas maderas que engendran termitas, escaparates más bien vencidos. Esa
película de presupuestos bajos, sencillos.
Donde
culmina la Trsitán, donde desembocan sus labios, descubrí hace tiempo la casa
más antigua de Montevideo, donde se fabrica tabaco con las manos. Donde se
zurce su aroma entre los dedos de las generaciones. La casa Golf es un poquito
bella, abandonada y en estado de presencia. Luce bien y huele mejor, luces
sencillas la alumbran. Pertenece a la fisonomía más bien oscura y decadente de
Fernández Crespo y es atendida por sus dueños. Aquella Fernández Crespo que
contaran mis abuelos, se llamaba Sierra y que daría para una nota aparte. Es un pequeño albergue esta casa de habanos y
tabacos para curiosos y entrometidos, porque parece ocultar más de lo que
muestra. Sólo ofrece lo que tiene para dar. Yo elijo ese tabaco para saborearlo
mientras se hace humo en mi habitación, para que excite mi imaginación y
escriba letras. Perdón que halla insistido con el Misterio, pero me resulta
exquisito. Yo elijo ese viaje, esas ferias, a la vuelta de la realidad.
Camilo Pérez Olivera.
Ensayando otra manera de vivir¡!
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