La memoria ordena los acontecimientos de nuestra vida de acuerdo a principios más elevados y a la vez elementales. No importa tanto cuándo sucedió sino que aquello que ocurrió constituye lo que somos.
Era una tarde de calorcito en el patio del liceo, en horario extra curricular teníamos clase de gimnasia. Estábamos separados por género: a un lado las mujeres y al otro los varones. Aquella clase nos exigía estar parados en línea recta, como una murga sobre el escenario, digamos. Hacíamos ejercicios. De repente un compañero se sale de su lugar y camina hacia mí. No recuerdo el motivo y ni qué me dijo, si es que articuló palabras... sólo recuerdo que me dio una piña. Sencilla, no tenía su puño apretado en gran modo, por tanto a la distancia, pude medir su intención. No quería golpearme por estar enojado o molesto conmigo ante alguna circunstancia anterior -inmediata o mediata- estaba expresando sus dotes de “machito” y quiso amedrentar a los iguales o inferiores a él y demostrar su valía a quienes eran más grandes. Justo la tarde donde los chicos malos quedaron fumando marihuana en alguna esquina, o siendo testigos de cualquier grado de violencia en los hogares de donde provenían.
Mi reacción instantánea fue recomponer mi rostro, estupefacto por dentro ante la agresión inesperada, pero demostrando un orgulloso “no importa, ni me dolió” hacia fuera. Aunque claro, me estuviera desarmando y desmoronando ante la experiencia de debilidad y vulnerabilidad que estaba viviendo. Jamás pude agredir a nadie en estos veintiocho años, ni en sueños. Los que me conocen saben que es literal. Ese día asumí una nueva derrota.
Pronto cumplí la mayoría de edad. Líder entre otros de la agremiación del centro de estudios de segundo ciclo, participaba y era figurita conocida de las movilizaciones de la índole que fueran. Aquella generación de jóvenes comprometidos con los conflictos educativos –de las últimas que se conocieron por aquí también se plegaban a las consignas sociales más importantes, si acaso había que sumar voluntades en la calle. Esto me puso entre la espada y la pared. Parados de punta y convencidos de enfrentar las decisiones políticas del último gobierno de derecha, en medio de la crisis de 2002 y entre gremios radicales o de corte netamente anarquista. Yo veía contradicciones de orden teórico y práctico en la izquierda uruguaya que saboreaba su primer triunfo en las urnas a nivel nacional. Ya discutía con mi familia acaloradamente sobre el abandono de los viejos ideales y la afiliación al nuevo progresismo. Mi cabeza respondió al mandato y en aquellas elecciones voté al Frente Amplio y unos meses después, Tabaré Vázquez asumía como Presidente de Uruguay. Esta vez me plegué al lado de la mayoría y la victoria me supo a nada. Sin embargo, resultó para mí una experiencia desestabilizadora y fragmentaria. Pues en mi corazón latía ya otra verdad. La propia.
Mi nivel de raciocinio ya entendía -noches en vela pensando y ordenando el mundo de las ideas- que las soluciones a los problemas existenciales no se resolverían jamás de manera política. Una espiritualidad incipiente pedía permiso para dejarse sentir en mi corazón. Ese día fue el primero de muchos en que me di cuenta del mito de los enemigos.
Camilo Pérez Olivera
Ensayando otra manera de vivir¡!
Qué lindo diseño elegiste! Y la letra de los títulos me encanta!!!!! Precioso todo! Adelante!
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