Me puse la campera, la mochila, tomé a Julieta y la acomodé en el brazo derecho, agarré la llave y la puerta se cerró. Fueron los últimos movimientos de un periplo que se encontraba planeado desde hacía varios días atrás. Me esperaban más de doce horas de intensas actividades, lo sabía, Julieta también estaba al tanto, se lo comuniqué con palabras claras y simples.
Tras de mi quedaba el Remanso, luego quedó la casa de mi abuela y mi madre que nos despidió desde la esquina hasta la cual nos acompañó. Delante de mí esperaban las personas con quienes iríamos al Cerro y un largo camino a vaya saber qué profundidades. Llegar a la cima fue sencillo, el fluir nos acompañaba. La espera de Matías De Stéfano duró un rato, ideal para reconocer el lugar y entrar en relación. La espesura era grande, una atmósfera densa, repleta de humedad se condensaba arriba, a los pies y se alojaba en cualquier lado. Las nubes se amuchaban en el cielo y eso cargaba el espacio en lugar de librarlo, la lluvia se ausentaba y aplomaba el aire.
Montevideo no formaba parte del itinerario del recorrido Harwitum, sin embargo alguien y en algún momento debía comenzar a honrar esta tierra. Es pequeña, es humilde, es un lugar que recoge desconocimiento de la atención exterior, pasa inadvertida. Uruguay tuvo sus épocas de gloria, tuvo sus hazañas y tuvo a sus vacas gordas. Tuvo su apogeo cuando la globalidad no situaba las hazañas en los epicentros de la comunicación porque la globalización directamente no existía. Pegó primero y se llamó a silencio, adoptó un perfil bajo como postura y perfil al mundo. En algún punto de la información que acuño internamente, siento desde siempre que Uruguay guarda una misión grande, inversamente proporcional a su pequeño cuerpo. De repente el camino dio un giro y Uruguay formó parte de los países en la grilla de visitas.
Estábamos en el Cerro, cerrando el tiempo del camino Harwitum y sin embargo no se haría entrega de llave alguna en ese lugar. "Acá no va ninguna llave", dijo Matías cuando nos fuimos reuniendo para escuchar cuál sería el lugar donde se desarrollaran las actividades. Fue extraño no sellar este transcurso con la entrega de una Towei Lumbar. Aquellas llaves que sabíamos, llevaban la intención de cambiar la conciencia de cada rincón del mundo, transmutando todo lo que ya había cumplido su tarea. Fue extraño no depositar una llave en el cerro montevideano como corolario.
La charla de Matías, la cara visible de un trabajo colectivo e inmenso, terminaba con claridad e información relevante y era momento de comenzar a mover el cuerpo y permitir que pasara la energía por él. Los gongs y los cuencos tibetanos llevaban su sonido adelante abriendo caminos, aunque paradójicamente la quietud reinaba en los presentes. Los sonidos se hacían profundos, intensos, aplomaban los músculos a la tierra. La diversidad se ponía de manifiesto y hacía que cada uno pusiera en marcha lo que mejor sabe hacer, aquello que trae intrínseco. Con el paso de los minutos la oscuridad de la tarde se apoderó del paisaje y la escena era turbia y bella. Casi todos los presentes se encontraban de pie, los brazos jugaban y aleteaban en el aire y se multiplicaban las voces y los sonidos. Mantenerse sentado había dejado de ser una opción. La posibilidad era el movimiento, una danza espontánea y crepuscular. De pronto busqué con mi mirada a Noelia y con pasos lentos fui a su encuentro. Nos reunimos en un extremo de aquel marco.
Cuenta ella que alzó su mirada y observó a Matías con una pluma en cada mano, el cóndor y el águila lo acompañaban en este tramo del camino como en tantos otros. El cóndor y el águila volaban en las manos de Matías, más bien sobrevolaban y se detenían suspendiendo su vuelo en su entorno. Matías ocupaba la posición más al sur. Un pequeño cambio en el sentido y una de las chicas que había viajado en algunos tramos del recorrido con Matías, estaba estacionada al oeste. El siguiente viraje encontraba los ojos de Noelia con la presencia de quien recuerdo como Gabriel. El destapó una parte de la olla donde hervía la densidad, espantaba las energías más dañinas y otra parte simplemente la elevaba. Cuando tomó conciencia de cada extremo, Noelia buscó la esquina restante, en un pequeño montículo al este, se encontró conmigo y consigo. El entendimiento llegó e internamente pidió una aseveración definitiva de si era correcta aquella disposición. Una chica unos pasos delante de ella se dio vuelta y cruzó su mirada un instante. Ese fue el gesto necesario. El este -en el camino espiritual indígena- simboliza la puerta o dirección de la humildad. Es la primera puerta que se abre en cada ritual y el pasaje a las siguientes direcciones implica siempre volver a empezar de cero, desde la humildad. De alguna manera nuestras búsquedas se ordenan tomando conciencia de lo que ya hemos caminado y da sentido al siguiente paso. De esa forma estamos habilitando el siguiente lapso sobre la firmeza de las estaciones anteriores hechas conciencia más allá de la razón. Cada puerta estaba siendo abierta y custodiada a la vez. Las demás puertas eran ocupadas por extranjeros, el este por dos personas locales. En el centro los brazos, las manos y los sonidos continuaban danzando. Los gongs, los cuencos y otros instrumentos que eran de la partida, subían y bajaban su volumen por etapas.
Los mensajes se fueron apagando, los cuerpos aquietaban su revoloteo, el descenso de la energía suponía la llegada del final del encuentro. El cansancio se hacía sentir en todas las partes del organismo sin excepción. Los pies se aferraban a la tierra pero el espíritu dibujaba rondas a varios metros de la cabeza. La tarea de activación de lo que habían llamado "el fruto del vientre de la Gran Mujer" estaba a priori cumplida. La vuelta me exigía apoyar la cabeza en el respaldo del asiento y tomar aire mientras me llegaban pequeñas conversaciones de los pocos que mantenían un ánimo sostenido y atildado en la parte de atrás del vehículo. La parada y posterior descenso en la zona céntrica que nos había reunido, un intervalo breve, obligado y espeso en un centro comercial que me sacudía el poco aplomo y paciencia que quedaban me separaba de la vuelta a casa. En el ómnibus que trazaba la línea final de regreso me sumergí en el asiento y enseguida me habitó un estado de intranquilidad, sofocación que derivó en un ataque de pánico.
Hay alteraciones diferentes producidas por una infinidad de variables. En este caso, la situación la reconozco antes de que se establezcan los síntomas en el organismo. La única respuesta posible es permitir que aquello que quiera sacudirme se exprese. No es más que la resistencia de las partes personal que no están dispuestas a soltar el control de la situación. Cuando la puerta que está por delante es más luminosa y brillante que la vengo caminando en conciencia y excede sus capacidades, el cuerpo patea mientras lo vivido se acomoda aquí y allá, en los lugares sutiles del cuerpo, en las paredes invisibles de otro lugar. Solo queda respirar y respirar.
Algo se abrío para todos, incluso para mí. Una parte nuestra trabajó en el sitio e hizo un intercambio de energías con el cerro. La tierra aprovechó la suma de intenciones colocando su voluntad al servicio y destapó una olla de grillos y ese miedo que me apretaba estaba avisando que también había operado sobre mí. El cielo dio señales claras de estar equilibrando las fuerzas que brotaban en conflicto de las visceras del cerro, conteniéndonos, colaborando.
El cierre de tal empresa fue la clara sensación de que no tenía la llave de casa. Asi de sencillo, sin más. Buscase por donde buscase el resultado no se modificaría, algo me advertía con tiempo de antelación que la llave no estaba en mi poder. Restaban andar las diez exigentes cuadras que nos vinculaban a la comodidad del hogar y al agotamiento que producía saber que no sería fácil entrar.
El final de la historia tiene una resolución más mundana. Mi preocupación notoria por caminar los tres hacia la casa bajó a gran velocidad la atención a lo concreto. Una de las alternativas posibles impuso su fuerza y permitió, a expensas de la integridad de la puerta ya maltrecha, un deseado ingeso a nuestro nido.
La llave quedó para siempre en algún lugar, intuyo que el Cerro de Montevideo eligió quedársela tanto como se quedó con una parte de nosotros. Allí dejamos el final de un recorrido y llegamos a un destino momentáneo en la conciencia. Alcanzar otra puerta del espíritu también tiene su costo y hay algunas que se abren para no cerrar jamás.
Camilo Pérez Olivera
Ensayando otra manera de vivir¡!