No sé cuánto tiempo pasó, probablemente muchísimo, tal vez
no tanto. La noción me trajo el canto de alguno de los presentes y solo tuve
tiempo para tomar a mi hija en brazos y echarme a descansar con ella. Dormité
un rato. Pronto comenzó la puerta del agua y sus rezos, pero yo estaba absorto,
intentando digerir poco a poco la dimensión de todo lo que había sentido
durante la ceremonia. Recibí el agua con goce y pude recomponerme a pesar de
estar bastante contracturado.
Una vez que la ceremonia hubo culminado y se hizo la pequeña
danza alrededor del abuelo fuego, salí hacia el exterior de la Tipi.
Sopesé el tiempo y era indudable que bajo el antiguo criterio
de las cosas, debían aparecer los primeros fragmentos de luz solar. Estaba
claro que la penumbra que dominaba el ambiente no tenía mayores intenciones de
disiparse.
Aquí comenzaba otra historia, como un parte aguas la
realidad se quebró y me alegré de haber construido en los últimos años de mi
vida el amor y la compañía a pesar de las dudas y de las batallas permanentes
con mi personalidad. Todo el tiempo que se instauraba por delante daba paso a
caminar suave y a atender la solidaridad necesaria para que los días en que
durara este estado de somnolencia pudieran acontecer lo más sencillo y
agradable posible. El concierto de la luz flotaba en el aire, el cielo
incorporaba de tanto en tanto un antiguo y viejo rojo en su negrura.
Los días siguientes se hacían ambas sensaciones presentes:
la ligereza y la lentitud. Caminábamos un poco por nuestra comunidad,
ocupándonos de cómo estaban los demás. No salíamos más allá de los límites de
la comarca, pues no había fuerzas disponibles más que para continuar recibiendo
los signos de una nueva era.
Ya nos tomaría mucho tiempo recorrer largas distancias para reencontrarnos con
los familiares que quedarán y los amigos más cercanos.
De todas maneras un estado de tranquilidad reinaba o más
bien un sano desinterés y el sincero deseo de que cada ser querido estuviera
tomando las riendas de su vida. Ojalá la mayor cantidad de gente querida estuviera
reconociendo que la espiritualidad gobernaba cada espacio, ese era el gran
deseo que danzaba adentro. Comprender que ser espiritual no se trata de
desenfundar libros ni de adquirir herramientas de fácil acceso y libre consumo.
Tener cabal noción de la apertura que estábamos viviendo, apoderarnos del signo
y la señal de una etapa en que la conciencia recobraba su natural estado y nos
identificáramos con la dimensión espiritual que siempre fuimos.
En el momento preciso donde era necesario una señal de que
la oscuridad cedería, notamos que el intenso frío empezaba a difuminarse,
reemplazado por la llegada de una tenue frescura. Fue una frescura con más
cuerpo que aquel aire volátil y exageradamente frío que estuvo presente. Fue
una frescura que nos invitaba a intuir un cercano amanecer.
La claridad no fue instantánea, fue paulatina, lenta,
mesurada y necesaria para que nuestros ojos se acostumbraran de nuevo a la luz.
El cielo mostró un color cobrizo y se
vislumbraban breves siluetas que podíamos adivinar en nubes. El amanecer se
ofreció un buen tiempo después y fue inexplicable su presentación. No se
sucedió desde el horizonte sino que incorporó su figura a la escenografía desde
algún lugar atrasado y lejano del cielo cósmico. De verdad parecíamos ser parte
de un óleo que poco a poco iba dibujando sus partes con la maravilla de
recuperar antiguas sensaciones que habíamos abandonado mucho tiempo atrás. Muy
solapadamente la tibieza llegó, ese amanecer duró varias jornadas en
estacionarse.
La recomposición estuvo a la orden del día, los pasos
siguientes fueron la tarea más próxima que tuvimos por delante. Una vez que
lográramos reconstituir las fuerzas, pasaríamos fuertes periplos moviéndonos
por muchos lados. Excepto algunas mujeres, la mayoría sabía intrínsecamente que
debía aguardar a que los hombres se aventuraran a las gestas de ubicar
familiares y claro está, amigos. Para ese entonces no podíamos pensarnos
separados, hablar de unos u otros era referirse a la familia que somos.
Ya no éramos los mismos, tuvimos esa certeza en la mirada y
el silencio como sentencia ahogando las palabras que no precisábamos. Testigos
y protagonistas de la exploración interior, vimos nacer el sol desde el fondo
mismo de nuestros corazones. Ajustamos nuestra expedición en un terreno doble,
observamos adentro y alineamos el latir al pulso acompasado de una galaxia
entera. Dejábamos atrás nuestra niñez humana y renacíamos al calor de una
juventud planetaria que nos daba coraje y energía para moverlo todo. Así
dejamos de ensayar una nueva manera de vivir para apropiarnos de una vez y para
siempre de lo que somos naturalmente: luz y conciencia.
Camilo Pérez Olivera
En amor y luz siempre.
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