sábado, 17 de noviembre de 2012

Antes de la oscuridad (tercera entrega)


La tarde fue productiva para abastecerse, servirnos del agua que consideráramos suficiente, conseguir las últimas provisiones disponibles y emocionadamente poder hablar desde el cariño con quienes amábamos. No podíamos dejar pasar esa oportunidad, este momento que nos pisaba los talones sería un tiempo fuera. Sin certezas de cuánta sería su duración, ni siquiera sabíamos cuán alterada estaría la percepción y la noción del biorritmo interno. 

A la puesta del sol nuestros organismos solo querían echarse a descansar con la propia naturaleza, la nuestra. De a poco se fue poblando el centro ceremonial y sus alrededores, el cielo volteó y un telón de nubes nos dio la cara. Adentro todos comenzamos a tomar asiento y aprovechamos para recostarnos contra el fondo de la Tipi. Un gran círculo cubría cada parte de la toldería. Los abuelos y abuelas y los portadores de la pipa sagrada cargaron sus chanupas con tabaco y en el centro del lugar, un par comenzaron a ordenar los leños para encender el fuego. El abuelo lentamente comenzó a flamear y a distribuir calor hacia todo el círculo. La primer pipa fue encendida y con ella se soltaron impresiones, rezos y nuestros corazones comenzaron a alinearse. 

El fuego se encendió como se enciende el calor, la pasión y los corazones en los instantes más necesarios. Afuera tronaba su estridencia cada rayo, partiendo los cielos, quebrando un tiempo interminable de milenios y milenios donde la sabiduría estuvo ausente, oscura y silenciosa esperando por nosotros. La noche sentenció que había llegado el día donde debíamos ocuparnos únicamente de presentar credenciales ante nosotros mismos, ante la parte más elevada que somos. El amor comenzó a notarse en demasía y perdimos el apetito porque nos estábamos enamorando otra vez del útero universal que co-crea la vida. Lo primero que sentí fue al ego darme patadas en mi propio vientre, asustado, avergonzado, derribado, queriendo salir de la situación. Fueron eternas horas donde la poca energía que encontré -y creo que a mis hermanos les sucedió lo mismo- la utilicé para respirar profundo y recordar cada ocasión en que sentí amor y hermandad con todo lo que existe. Me aferré a esa memoria, a esas imágenes con uñas y dientes, ni por un momento quería soltar la vida. 

El vaivén era fuerte, por supuesto que me salía del estado amoroso con frecuencia, solo quería dejar pasar los pensamientos más desafortunados, los morbos más asqueantes y las perversiones más aterradoras. Todas eran mías y todas eran de los demás también. Ni un instante existía para emitir juicios hacia otras personas. Cualquier fugaz intento de mirar con ojos despiadados a los costados reducía mis energías, me tumbaba.

Pasaron las medicinas y sorbí un trago a regañadientes y vomité en el mismo instante, volví a beber. Mi organismo se estaba sacudiendo el dolor y el sufrimiento de las entrañas y del alma. El llanto apareció enseguida, necesitaba aire, me esforcé en ponerme en pie y fue imposible, me desplomé. Las piernas no me respondían, solo restaba entregarme definitivamente al amor que tantas veces había escrito, no había otra alternativa, no había otra salida. Intenté a base de engaños negociar el auxilio ante el fuego y este me respondió implacable: 

-“Eso es todo lo que estás recibiendo. Todo el auxilio de cada ángel con el cual te comunicas a diario, el auxilio de María y del Gran Espíritu. No tienes que hacer esfuerzo alguno por resistir, si tardas horas o un minuto es solo tu decisión, pero tienes que saber que vas a salir de aquí más tarde o más temprano en compañía de la tierra y que a partir de aquí vivirás en la conciencia de cuarta dimensión y que el resto de tu vida la caminarás en el amor definitivo. Esa es la verdadera victoria y este es el momento que toda tu existencia buscaste.”

No tuve opción, me recogí en posición fetal y pedí un amor sereno que me permitiera llorar y abrazarme a la tierra para siempre. Gemía, gemía como no recuerdo haberlo hecho antes, de dolor, de angustias atrasadas, dormidas y sin reparar. En ese momento sentí la caricia de una madre, apenas pude abrir mis ojos repletos de agua y sal y descubrí la mano de mi compañera. Compasiva, serena, apaciguadora. Solo tuvo estas palabras: 

-“Llegamos a los tres días de oscuridad. Está difícil para todos.” 

El temor de ser escuchado me pasmó y el fuego pronto reafirmó: 

-“Nadie escucha tus temores, tus sinsabores. Debes dejar de creer que eres el centro del mundo, has aprendido a ocupar tu lugar armoniosamente, quédate sintiendo ese sitio que te pertenece, involúcrate en él. Sigue ocupándote de eso, es lo que precisas”.

Por un momento me cansé de tanto desasosiego y sentí cómo la energía respondió acomodándose dentro de mí y exclamé internamente: 

-“No sé cómo se hace pero llevo mil vidas descendiendo al vientre de la tierra, siendo luz en la oscuridad. He habitado otros estados de conciencia, he sido ángel, espíritu, guía, bebé, niño, joven, adulto y anciano cientos de veces. En este momento reclamo una estación donde gobierne el amor definitivamente aquí. Aunque no lo recuerde desde este cuerpo físico -como Camilo- en mi alma está cada experiencia donde me inundé de amor y humildad. Con la autoridad que habita en mi corazón y en los distintos planos que coexisto, pido a este fuego ser desposado de cada culpa que se esconda en cualquier parte de mi ser y pido ser elevado a la cuarta dimensión, donde la conciencia es la que manda a cada paso, aún contra mi propia voluntad. Del amor yo vengo y al amor yo voy.” 

El fuego se expandió como nunca y toda su luz me abrazó, un halo de rojos, amarillos y azules me abarcó por completo, el resto de la Tipi había desaparecido. Estaba a solas con el abuelo.

Un ser de luz descendió frente a mí y me extendió la mano, accedí y fuimos juntos a ver entre las llamas lo que sucedía en cada parte del planeta. Del centro de las llamas brotaban las primeras impresiones oraculares. Las primeras imágenes fueron escalofriantes: África era un calvario, el aire caliente sofocaba cada centímetro de tierra, el fuego se abalanzaba contra regiones enteras. El miedo y la locura explotaban en cualquier lado. Estaba aterrado y por momentos olvidaba respirar, pero rápidamente recuperaba el aliento y en los ojos del ángel que me acompañaba encontraba la serenidad necesaria para seguir el recorrido.

De pronto olvidé los nombres de cada tramo de tierra, era ya innecesario ese dato porque todo era uno sinceramente. Los dramas se vivían en cada rincón, el desasosiego dominaba las ciudades sin importar el color de piel, razas o distinciones de cualquier especie. Para muchos, miles y seguramente millones, se habían acabado las oportunidades, hasta allí llegaban sus alientos. Las construcciones personales se hacían exactamente ciertas y a medida del sueño de cada uno. Había infiernos imperdonables, había calvarios de dolor, había sufrimientos tan faltos de piedad y solo pude preguntarme cómo tantos y tantos seres humanos habían llegado a convencerse de que ese destino lo merecían.

 -“Así funciona el libre albedrío. Ninguno de tus hermanos está obligado a escoger el amor.”, respondió el ser que todavía estaba sentado a mi lado. 

No podría describir cada ciudad, el horror era el mismo en todo sitio. Sin embargo, los tramos de aquella película de completa realidad se sucedían intercalados con el recogimiento de manera particular de muchos grupos de personas en todo el mundo en estados meditativos. En definitiva hacían lo mismo que nosotros allí: bucear en sus aguas, excavar bien profundo en sus emociones hasta hallar la verdad y el amor. 

Pero no todo era social, el viaje incluyó visitas a los polos, podía observar el veloz desprendimiento de enormes capas de hielo y mi conciencia comprendía la dirección que tomaría cada corriente de agua que se levantaba con furia. El destino de tantas costas y tierras adentro era inevitable. El planeta estaba haciendo su purga, su limpieza. De pronto quedé incluido en una de las escenas citadinas de las tantas que podía observar pero a cierta distancia, como suspendido en el aire y más que aire, éter. Cada persona que moría salía despedida hacia el cielo y como la tierra esta rodeada de él, en realidad salían rayos de luz azul y también un celeste cristalino hacia todas las direcciones. Eran millones. ¡Impactante! Todos volvían al cielo. De pronto observé cómo en las dimensiones siguientes a la nuestra estaban escalonados cientos de seres de luz trabajando en aquel momento tan trascendente. Una vez más comprobé que lo inconmensurable sostiene la vida.




Camilo Pérez Olivera
Ensayando otra manera de vivir¡!

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