Los días habían abandonado su ritmo normal. Hacía tiempo que los acontecimientos naturales habían trastocado las acciones rutinarias de todos y en casos más extremos -que para ese entonces eran muchos- también la suerte.
Los años anteriores un enjambre informativo se amuchaba en cualquier medio donde se pudiera divulgar alguna noticia. La objetividad corría por los carriles normales y en paralelo la gente estaba acostumbrada a nutrirse de la manera que quisiese mediante internet. Allí todos buscaban lo que les apetecía, alimentando una mirada subjetiva y las neurosis personales de la misma manera. Los noticieros centrales fomentaban el desconcierto, por lo menos, sumaban horas y horas de edición con las manifestaciones que la naturaleza expelía de sus entrañas. El otro avance era la ola inacabable de disconformidad que la humanidad demostraba en cualquier parte del planeta. Las sociedades más democráticas o más autoritarias estaban deprimidas y descontentas, se levantaban contra toda autoridad, contra las decisiones que habían llevado las cosas a tal grado de tensión y en los años anteriores eso fue permanente. Grupos de cientos, grupos de miles sembraban semillas de enojo, de rabia, pero también de liberación, de libre expresión, de libre reunión en los costados más perversos del mundo civilizado, fuera este desarrollado o no.
Una masa crítica crecía drásticamente día tras día, sol tras sol, apabullaba a los corazones más desconfiados porque sus mensajes y sus voces penetraban cualquier recóndito bunker donde se escondiese el miedo. Hubo confusión hasta los últimos momentos, es cierto… La oscuridad nunca estuvo mejor organizada para desbaratar los intentos de la luz, pero el alumbramientos igual fue inevitable.
Varios años antes hubo que andar saltando la tierra bajo los pies porque esta se movía o se abría o quitaba de sus interiores las lavas más ardientes, los venenos hundidos del hombre. Varios meses antes, en ese sur que habitamos, también un día la normalidad se rompió. Recuerdo con claridad el viento incrementando su vigor, las aguas cercanas pisando nuestros pies, el frío y el soplo y el sol y la seca confundiéndonos y enloqueciendo la primavera y el verano previo. Se habían acabado las ventajas hasta para nuestro país que siempre observaba ajeno las mañas de la naturaleza cuando esta se ensañaba con alguna latitud lejana.
A todos nos navegaba el desconcierto, algunos -la masa crítica en aumento permanente- sosteníamos un grado de confianza y firmeza que habíamos ido recogiendo con gran esfuerzo a la vez que conocíamos lo que vendría con ligeras diferencias en el orden e interpretaciones. Resultaba común o más bien teníamos incorporado a lo habitual, la ausencia a las obligaciones laborales o a cualquier compromiso de importancia. Los servicios esenciales tenían sus cuadrillas en la calle y permanecían en un alto grado de exposición. Sus operadores hasta último momento soportaron los reclamos y las quejas de ciudadanos convertidos a usuarios por las leyes del mercado que querían mantener lo poco que los hacía sentir estables: la electricidad y las facilidades derivadas de esta, los teléfonos móviles y las posibilidades comunicativas a cualquier escala. Todos queríamos que durara la comodidad un tiempito más. El acceso al agua que también era garantizado por empresas estatales o corporaciones privadas reveló sus dificultades para continuar fluyendo y los casos donde directamente se cortó el circuito fueron miles.
Los socorros de emergencia se llevaron una de las peores partes. Quizás pagando el precio de negociar durante siglos con la salud y de estar desconectados del espíritu de la medicina. Eran un reguero de pólvora. Las personas que no habían logrado sintonizar con ellas mismas hasta aquellos días, atestaban las ajadas fachadas externas e internas de innumerables instituciones de orden público o privado. Qué significativo que resultó observar que los sitios que se encargaban de devolver salud a las personas fueran el punto en común donde acudían todas las locuras en esas instancias. Como si todas las oportunidades se estuvieses acabando y las gentes que perdían los estribos fueran a sacudir lo poco que quedaba erguido.
Creo que lo principal que resultaba riesgoso era la pérdida parcial o total de la comunicación a la que nos enfrentábamos. Como ocurre en todas las relaciones, eso hace desaparecer la confianza y aparecer el juicio y las suposiciones, destruyendo cualquier posibilidad de construcción de solidaridad. Por supuesto que no era el único gesto que despertaba tal situación, también permitía y habilitaba el actuar compasivamente, apoyarse y sostenerse.
Había aldeas organizadas, pequeñas comunidades que alertaron solapadamente y después de forma clara que era el momento que todos -los más descreídos y los más confiados- estaban esperando íntimamente. Quienes pertenecían a caminos espirituales y quienes vivían su espiritualidad de manera individual sin afiliarse a credo alguno, todos trabajan con firmeza, en conciencia y sin descanso. Las energías se movían y las personas se reunían en muchísimos casos, conjuntos de última hora, grupos recientemente constituidos. Personas comunes despertando en los momentos justos antes que se los devorara la confusión y el caos. Personas tomando decisiones definitivas con el tiempo quemándoles las plantas de los pies. Mucha gente entendiéndolo todo o por lo menos lo necesario y poniendo sus fortalezas y potencialidades al servicio. Círculos y más círculos, de oración, de fe, sosteniendo y anclando la confianza en el devenir de la vida. Fue imposible mantenerse separado o aislado, aquellos que lo intentaron sucumbieron tempranamente.
Cuando se podía asomar la cabeza -entre parpadeo y parpadeo del cielo- lo más importante era encontrarse con los familiares o amigos, si es que estos estaban cerca. Cuando las autoridades cumplían su papel común de hombres de gobierno, comunicaban decisiones y tomaban tal o cual medida en carácter de urgencia. Entre ellas, instaban a las empresas de transporte -por ejemplo- a retomar sus circuitos con carácter de emergencia, estas medidas duraban algunas horas, las necesarias para que se produjeran pequeñas migraciones, para que se juntaran familias -o se separaran también- y para que se produjeran pérdidas producto de nuevos movimientos de la tierra y el cielo desplegando sus fuerzas. Cada movimiento no era más que el de cada individuo yendo hacia su destino.
Desde luego que la posibilidad de trasladarse estaban ya definidas como una osadía, pues salir de los lugares de referencia implicaba exponerse a altos grados de agresividad e inseguridad. Las condiciones meteorológicas frenaban los intentos e interrumpían las arterias de las ciudades. La condición humana también frenaba los movimientos pues estaba en plena manifestación de sus estados más neuróticos y dementes. Así que nos manteníamos en nuestras respectivas viviendas mientras se transformaba en una constante que distintos grupos de personas salieran nerviosamente a arrebatar locales comerciales que extendieran su supervivencia un poco más. Las cosas estaban realmente tensas.
Solo puedo imaginar lo que se vivió en centros hospitalarios y servicios médicos, solo lo puedo imaginar. Los últimos meses los viajes eran cada vez más esporádicos y la premisa era permanecer en puertas adentro. Tan solo una vez calcé mis pies con zapatos de aventurero y viajé al centro de la ciudad a saber cómo estaba mi familia y afectos cercanos con los cuales me separaba una distancia de muchos kilómetros que para esos momentos eran eternos. Los diálogos que se sucedían revestían enojos, bronca, impotencia e incomprensión entre muchas otras palabras que pudieran servir para describir los estados de conciencia sobre los que cada uno se paraba. Si en general las personas que no creían en Dios ni en alguna otra fuerza superior se mostraban resistentes, en ocasiones como estas, quienes sosteníamos un crecimiento personal o un camino espiritual activo, éramos desembocadura de todas las penurias que se pudieran comunicar. La injusticia divina, la naturaleza perversa del mundo y el universo estaban a la orden del día. Solo algunos pocos cambiaban radicalmente el punto de vista y eso era un gran aliciente para los que no aflojábamos en nuestras convicciones. También hubo casos de resignación más que de un acto de fe y entonces las cosas se fueron ordenando de forma definitiva en el último momento, en los descuentos, antes de la oscuridad.
Camilo Pérez Olivera
Ensayando otra manera de vivir¡!
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