De cómo la esperanza navega y despierta en las entrañas
Comienzo estas líneas aclarando mi firme y estrecha relación con Argentina y particularmente con Buenos Aires. Viajo desde pequeño porque allí conté siempre con vínculos familiares cercanos. Es más, mi abuela paterna y su hija -tan pequeña como yo cuando comencé a trasladarme a la vecina orilla- murieron súbitamente, envueltas en un acontecimiento enrarecido durante la dictadura. Silvia -así se llamaba ella- y María Eugenia -su hija- quedaron atrapadas en un escape de gas y en la sospecha, pues mi abuela pertenecía al Partido Comunista y estaba señalaba como subversiva por el terrorismo de estado de ambos lados del Río. Nunca se investigaron las causas del accidente.
Algo me llamó siempre la atención de la vecina capital, bañada por el Río de la Plata. Tal es así que común fui creciendo y disfrutando largas vacaciones en ella, me prometí en algún momento trasladar mi vida y trazar mis pasos en aquella ciudad. Tomé la decisión a fines de 2006 y crucé las aguas.
Me involucré en la cultura argentina, mi familia montevideana me llenó de su arte durante toda la infancia, no fue difícil sentirme a gusto entre sus avenidas. Pronto noté que los habitantes de aquel país se pisaban en busca de un lugar bajo el sol, se mataban por el agua y el aire: se agredían por vivir. Extraño, ¿verdad?
Cuando se enfrentaban unos grupos de gentes con otros -políticos, sociales, deportivos- quedaba azorado, no podía entenderlo. La falta de tolerancia hacía estragos permanentes en sus comportamientos. Mucho tiempo pensé que vería estallar una revolución durante mi estadía en aquel país. Sin embargo algunos mayores me calmaban, diciendo que eso era propio del accionar con que se relacionaban entre ellos. Un manejo reactivo, impulsivo los invade aún -y sobre todo hoy- ante cada disgusto y desacuerdo. Luego volví a Uruguay creyendo que de esa manera funcionaban y que sería por siempre igual, hasta que me involucré en distintas concepciones espirituales y algunas informaciones llegaron a mí. Entonces comencé a entender.
Las búsquedas silenciosas de libertadores americanos iniciados en los misterios esotéricos, cruzaron la Argentina y toda la región nada inocentemente. San Martín, Simón Bolívar y el propio Artigas fueron prohombres, visionarios adeptos a logias que llegaron con el albor de los nuevos órdenes republicanos exportados de Europa. Los mismos principios que -inmiscuidos y tal vez ocultos- fundaron Estados y reconciliaron sociedades y naciones en el viejo continente. En el caso de Artigas, creció entre las puebladas de las comunidades charrúas y su cosmovisión espiritual, tomando para sí esa sabiduría y el convencimiento de llevar la lucha a donde se pronunciaran y se hicieran notorias las restricciones a las libertades inherentes al ser humano. Los tres soñaron coincidentemente con un mapa que consagrara la igualdad en la diversidad y la libertad en el respeto. Buscaron sigilosamente el oro alquímico, la tierra de la transformación, la última piedra angular de los tiempos. Supieron del secreto -podríamos jurarlo- o su olfato estuvo muy cerca del calor de esa verdad.
En términos del orden del amor -aquel que se devela en cada orientación sanadora o constelación que permita organizar saludablemente la vida- se le llama crisol o cristal a un grupo de individuos o personas en particular. El propósito de estos seres es mostrar el desorden que ampara un núcleo familiar e intentar que asuman su reorganización. Para que ese movimiento se lleve adelante se precisa disponibilidad de la familia o grupo para observarse a sí mismo y aceptar los lugares que están dislocados o alejados de las necesidades primarias. Es indispensable que quieran y puedan ver la trama.
El crisol puede actuar de infinitas maneras: puede hacerse esquivo a la socialización desde temprana edad, sufrir inconvenientes para incorporarse a las reglas del sistema, asumir un sinfín de enfermedades que hagan trabajar al colectivo en que se desarrolla -autismo, esquizofrenia, son sólo ejemplos- o pueden actuar otras dificultades, supongamos una adicción -a las drogas-. Las variables -reitero- son innumerables… se imaginarán. Es ése individuo quien desnuda una o varias situaciones que andan por los carriles subterráneos de la conciencia familiar y entonces todo el grupo adopta un personaje de acuerdo al eje planteado. El crisol es el emergente que trae a la luz todo lo que se mueve por debajo de nuestra percepción, aquello que no logramos ver. Pone en movimiento todo lo que está desorbitado. Más que nada, el crisol -o niños cristal e índigo, como los llamaron algunas corrientes espirituales- llevan internamente una frecuencia vibratoria, marcando grados de evolución diversos del alma que asume el rol.
Allá por principios del siglo XX, Benjamín Solari Parravicini -artista y psicógrafo argentino-, destinó buena parte de su vida al contacto con los planos espirituales. Seres que se comunicaban con él mostrándole pantallas, imágenes y mapas en donde fueron identificados procesos y acontecimientos venideros y futuros. No es el único que dejó constancia de estos tiempos en expresiones premonitorias y proféticas, pero sus dibujos cobraron una trascendencia impensada. Ganó un lugar entre la gente, su nombre y sus visiones son mencionados y de uso común y hasta una película –“555: Todo está por suceder”- relata y pone en órbita su obra.
Argentina -según Parravicini- sería el territorio de mayor relevancia durante el advenimiento de un tiempo de esperanza y paz. El termómetro que marcaría la cercanía de aquellas predicciones, serían grados superlativos de violencia y crisis económica global. A la espera de esos hechos, las advertencias debían ser inigualables, sucesos repetitivos y en algún momento constantes, claramente constatables en la realidad. No un efecto ilusorio de unos corazones desenfrenados y al borde de la locura.
Parravicini acertó decenas de acontecimientos mundiales que no revisten dificultades en observarse en las vidrieras de la web. El único requisito es conectarse con lo que cada uno siente y cómo resuena aquello con nuestro propio mapa emocional.
Pero para que ese puzzle que dejó se avizore, es necesario reconocer con claridad las coincidencias. Como los libertadores, Parravicini sabía que el campo fértil para un amanecer nuevo, sería aquel que contara y contuviera (con) todo el espectro humano. Un terreno donde las esperanzas de todas las razas desembocaran en una sola genética. Una región que supiera abrigar a gentes de todas las colectividades.
La convivencia de ese mestizaje expresaría todo el dolor con el que carga cada raza. Cada comunidad desembarcando desde algún rincón del mundo con su decadencia y sufrimiento, arrastrando la intolerancia y la agresión con que tuvo que lidiar ante cada choque cultural. Un territorio que albergaría el resumen de los tiempos de la humanidad en la oscuridad, su desconexión del espíritu y una memoria dormida en su ADN de las eras en que se reconocía la relación del hombre con el cosmos. Toneladas de violencia y de sombras compactadas en los últimos períodos previos al gran cambio, el mayor de todos. Se advertirían con elocuencia esos momentos finales. Se haría insoportable e insostenible continuar viviendo bajo el mismo sol cansino y sofocante de los viejos códigos éticos y morales humanos. Una realidad acuciante que divide las aguas. Un contexto nefasto que rompa los ojos de un lado y sea irreconocible para los otros que deben sostener el timón de la noche de los tiempos hasta el final. Un marco que fragüe lo peor y habilite el don de cada pueblo. Así se comportaría la tierra toda y esa región tan mentada en particular. Un horno al rojo vivo que levante las llamas y temple en el mismo fuego el espíritu más fuerte en milenios de civilización. Un horizonte tan próximo que el sol al levantarse encienda la vida y queme todo lo demás. Un destino último y amoroso un segundo antes de que la tempestad se devore todo.
Así se presentaría esta tierra que soñaron Simón Bolívar, José de San Martín y José Gervasio Artigas y que llamaron de modos tan diversos. Un anhelo circular, un circuito federal, una patria grande sin nombre y sin banderas. Una región que termine con el tiempo del patriarcado, donde asome el fuego y la belleza femenina, nueva y reconocible. El corredor de un nuevo amor ansiadamente buscado, la muchacha de la tacita que brilla, la tierra del cordón de plata, la gran mujer.
En el deceso del Presidente Hugo Chávez tal vez podamos advertir signos de que la fragmentación y la prepotencia empiezan a ceder. Que los territorios ocupados por autoritarismos muestran señales de debilitamiento expresados en el agotamiento de los personalismos. Sumado a ello, el quiebre definitivo del cuerpo social tras una ola interminable de violencia que ya genera un reguero de sangre, hacen distintivo y sin precedentes este tiempo que ocupamos. Un proceso que lleva comprimido en sí la presión del siglo de mayor conflicto y muerte. Se convive entre una dualidad insalvable y una energía amorosa y ordenadora.
En un panorama marcado por el desasosiego, surge la pregunta: ¿cómo y dónde está la esperanza? Pareciera ser que un biorritmo implacable está empujando desde las entrañas más hondas de la tierra. La superficie está pronta a romper su plataforma y la cultura hará temblar lo que quede de su estructura cuando caiga desmembrada. Parece ser que una energía liberadora serpentea en las aguas profundas y nos impulsa. Parece ser que la esperanza urgente y genuina está rugiendo, avisando la proximidad del desenlace, pronta a emerger.
Camilo Pérez Olivera