Son los primeros días de un diciembre que todavía no se
parece a sí mismo. Las locuras de esta época del año aún no se apropian de las
calles. O eso parece. Me reviso y como cada vez que se avecinan las fiestas, me
doy cuenta que ni la navidad ni el fin de año conquistan mi corazón ni me
conmueven.
Hace mucho tiempo que soy rebelde a este orden y sus
convencionalismos. Sé que se apoya en antiguas amarguras. Sé que hoy prefiero
aliarme a mis tristezas, amigarme con ellas antes que brindar por la noche
buena. No estaré más cerca de mis afectos porque se acerque el día de navidad,
ni mis dolores cederán su espacio porque brinde por el amanecer de un nuevo año.
Descubro que este año, no impera la rebeldía. La rebeldía
precisa fuerza para manifestarse y es justamente lo que no siento en este
momento. Estoy exhausto. Estoy agotado de mi mismo.
Conocí a Jeff Foster hace sólo unas horas a través de un
texto, del cual comparto este extracto:
“Puede que tengas que comenzar a sentir tu
culpa ahora en lugar de actuar sobre o huir de ella. Puede que tengas que
comprometerte a sentirte inestable, vulnerable, asustado, incómodo, incluso
indigno.”
Justo después de conmoverme con este texto, se reafirma una
sensación de hartazgo. Son días donde me comunico con algunos amigos y
compañeros de camino. Y en la ruta, hay una sensación demoledora: estamos
hartos de nosotros mismos. Sé que este malestar gobierna nuestra generación. Sé
que nos está golpeando.
Me acuerdo de una de estas compinches de viaje y le pregunto cómo
se encuentra —sé que no la viene pasando bien—y a los pocos minutos de estar
leyendo sus mensajes y escuchando sus audios, le suelto una respuesta: “uno no
se harta de ser sino de parecer”. Me quedo prendido de esta frase como si no
fuera quien la escribió. Con asombro releo lo que expresé.
Sospecho que una de las grandes trampas en la que constantemente
caemos la mayoría es al intento de amoldarnos a un sistema envejecido y
moribundo. Y para dar continuidad a nuestro rodaje en él, como adultos todavía jóvenes,
muchos de nosotros anestesiamos nuestra sensibilidad y así se completa el
circuito. Las drogas, el alcohol, el tabaco, el sexo, la velocidad, el vértigo y
otros ruidos se sostienen en el miedo y son funcionales a este descalabro. Así
mismo, son el talón de Aquiles de esta manera de organizarnos socialmente. Es
decir, tanta vida hecha desenfreno, tanta “accidentalidad”, rompe los ojos.
Es tan sugestivamente fiera y violenta la cara del sistema que
amedrenta el solo hecho de pensar en darle la espalda. Sin embargo, quienes
venalmente desconfiamos de las virtudes y beneficios de participar del mismo,
sabemos que el costo que pagamos es también altísimo: la exclusión. Pero desde
los márgenes nacen los actos más revolucionarios.
Nadie en su sano juicio se parece a esta forma de vida que campea
entre el desenfreno y el frenesí. No somos eso ni nos parecemos a eso. Y las
entrañas protestan. A nivel personal, reconozco estar atravesando un duelo o
varios… Nunca me interesó demasiado ingresar al margen de lo formal, me sentí
atraído por experiencias periféricas al orden de lo normal. Y paradójicamente,
esas experiencias me acercaron al corazón, al núcleo de otro orden más
verdadero. El único real: el amor.
El sistema, o para llamarlo de otro modo, la forma en la que
vivimos, se aloja en nuestra cabeza y para alimentarlo, basta solamente con
disociarse de las emociones, alcanza con desensibilizarse. Si querés tener
razón, estás en el horno. Una persona puede pasar su vida entera debatiendo con
sus ideas sobre el mundo: cómo es —según su punto de vista— y cómo debería ser
—en su opinión—. No hay testimonio de
una persona feliz en la faz de la Tierra por tener razón.
Una persona puede empezar a sentir lo eternamente postergado y
aterrarse, y está bien… Porque la cloaca emocional será intensísima. Alguien puede
pasarse años para depurar sus sensaciones y comprender la naturaleza de sus
emociones al punto de lograr discriminar los divagues, toxicidades, de lo que
es un sentimiento puro y conciliador. Y finalmente, alguien también puede
descubrirse tanto, como para que su sentir le indique la dirección de su vida y
animarse a atravesar los dolores que lo esperan. Porque vida y dolor son
inseparables. Pero una cosa es el desafío de los dolores que conforman el
sentido de mi vida y para los cuales en el propio transcurrir encontraré la
fuerza y la motivación, y otra cosa es rebotar entre dolores lejanos a lo que
mi alma está convocada a andar. Allí hay debilitamiento y desazón.
El mayor grado de violencia al que estamos sometidos los seres
humanos es a parecer lo que no somos. Por suerte, algunos incluso se han
cansado de fingir. Hay una generación agotada y asfixiada por entregarse a la
desesperanza. Hay muchas generaciones a las cuales veo a los ojos y no las
encuentro. Hay muchas personas que de
verdad están derrotadas. Pero hay muchas otras que la propia convivencia con la
frustración, las está haciendo despertar.
Esa generación lleva la información de otra manera de vivir en su
interior y no lo sabe todavía. Vos llevás la semilla de otra forma de vivir y
aún no sos consciente. Lo sagrado no está perdido, está olvidado y la única
forma de reconocerlo, es mirando a los ojos a la misma soledad que habita en
otros como vos. Cuando la fuerza de la revolución sea más fuerte que el pudor y
la vergüenza de mostrarte frágil, ese comienzo no tendrá vuelta atrás. Hablando
del dolor, vamos a recuperar la memoria del amor, y en ese momento habremos
recuperado nuestro retorno al círculo de la vida.