La
zona de confort es todo aquello que diseñamos y creamos para evitar
lo inesperado. Es una estrategia que armamos contra la posibilidad de
sorprendernos. Es un cerrojo a lo imprevisible.
Dentro
de esa zona hay comodidades que están allí para salir lo menos
posible de las murallas del confort. Así se minimizan las chances de
que algo desconocido se asome a esa privacidad. Ese mundo donde
alguien se piensa y se queda solo, es proporcional al miedo. ¿Miedo
a qué? A volver a abrir el corazón.
¿Qué
más hay dentro de esa zona de confort? La comodidad es un trabajo,
el modo en que se llega a ese lugar y el paisaje cotidiano asociado a
él. Comodidad puede ser no trabajar y todo lo que se repite para que
eso siga ocurriendo. Comodidad es la manera sistemática en la que
ocurre un descuido físico o un modo obsesivo de exigirte estar en
forma. Es comodidad relacionarte con ciertas personas y rechazar
otras, y es comodidad lo que justifica esa selección. Todo esto es
zona de confort. Resulta paradojal, porque parecería que una zona de
confort implica no salir de casa, pero no es así.
Cayó
la cabra, una agrupación del género murga, se rebelaba así con su
canto: “…quiero ser más que una vida correcta, más que una
simple sucesión de actos cotidianos…”.
Por
más bien armado que esté el plan, hay un momento donde nada
alcanza. No hay suficientes recursos económicos en las extensiones
donde se guardan que compren la tranquilidad. No hay ropa con la que
se pueda vestir a la personalidad que alcance para que la persona se
sienta apreciada. Nunca será suficiente esfuerzo aquello que se
pueda hacer para que el ego se sienta satisfecho de sí mismo. No hay
auto ni coche que pueda llevar a alguien más allá de los lugares a
los que se atreve a ir.
Veámoslo
globalmente: estamos en el punto más álgido del exitismo. El
marketing y las carreras empresariales se encuentran en su montaña
rusa triunfal y todos, en algún sentido, trabajamos para minimizar
errores y negociar hacia dónde nos importa menos que repercutan los
daños colaterales.
La
zona de confort y sus cómodas rutinas, no son los sueños. Los
sueños que no despiertan aprietan el vientre, rezongan en el
estómago, oprimen el pecho y se atoran en la garganta. Los
sueños que duermen agobian el corazón. Hay mucho más esfuerzo
dedicado a no escuchar nuestras necesidades y los anhelos que se
imponen delante nuestro que en aprender a fluir junto a ese latir.
Cuando un sueño se levanta del letargo su fuerza arrolla la
comodidad y abre una hendija políticamente incorrecta en las
trincheras de la zona de confort.
Siempre
hay alguien que aún guarda pureza en su corazón, que es tocado por
un sueño de los buenos y los buenos sueños atentan contra las
comodidades. Y ahí empieza un gran problema para algunos y una
enorme oportunidad para todos.
Voy
a hacer un cambio a partir de aquí y sustituiré sueño por
proyecto. Les pido que me acompañen.
Cuando
un corazón late, aún todo es posible. En cada corazón está
guardada la memoria de la luz. Esa memoria somos todos pero ocurre
que venimos a brillar desde un resplandor particular. Es decir,
tenemos algo que hacer y cuando lo desarrollamos, lo expresamos de
una forma muy íntima y peculiar.
Alguien
simplemente descubre que debe, que quiere o que puede hacer algo y
casi de inmediato se da cuenta que para llevarlo a cabo, necesita
algo más y ese “algo más” lo tiene, le pertenece o está
guardado en otro.
El
universo es un proyecto en sí mismo que también está dando latidos
de autodescubrimiento y nosotros somos pequeñas luces dentro de él,
encendiéndolo. Todos los proyectos incluyen a otros. Ese sueño que
pulsa dentro de ti, siempre es una tarea a volcar hacia fuera y es en
forma de servicio, una manera de atender y estar atento. Así sube la
intensidad en tu luz. ¡Eso es la conciencia!
Si
todavía tenés alguna duda, lo voy a plantear de otra manera: sueñes
lo que sueñes, todavía estás dormido/a. Ahora, el hecho de ir por
ese sueño, va a hacer que trasciendas la idea de que podés lograr
algo solo/a. ¡Si o si los anhelos son viajes compartidos! Y así
comienza el despertar del espíritu, el final de la pereza en el alma
y la voluntad humana.
El
arte de despertar implica desilusionarse y una desilusión es siempre
una manera de perder una imagen que tengo de mí mismo o de alguien
para descubrir lo real detrás de lo aparente. Despertar en cierta
forma, no es distinto a nacer. Nacer o despertar, es doloroso pero es
un baño de esencia y claridad. Y este “nacer”, incluye la
posibilidad de adoptar una mirada amorosa sobre lo más sombrío. De
lo contrario viviremos una nueva desintegración de la ilusión o de
la idea que persiste en nuestra mente hasta poder tomar un nacimiento
o un despertar que incluya a la oscuridad más sufriente.
La
cultura del Tíbet le llama la Rueda del Samsara: los actos
repetitivos que esconden un inmenso miedo y que tarde o temprano
estamos llamados a trascender. El budismo, en una frase que adaptó
un hermano de camino, dice: “Muérete antes que tu cuerpo te eche”.
Tras
muchos años de rumear hacia dentro y de darme al servicio, he
comprobado dos cosas. Una: las pérdidas como las muertes siempre van
a venir. Dos: nuestros actos generan efectos o consecuencias. En
ambos casos, no hay nada que contraste al dolor. Se lo puede
sublimar, pero terminamos en él para rendirnos y volver a nacer.
Hay
épocas de cambio y hay ciclos de transformaciones mucho más
profundas y en general estas se suceden luego de perdidas muy
sentidas o enormes catástrofes. Parado ante ese duelo personal, pude
ver muchas de las consecuencias de mis actos y actitudes así como
pasé por estados de honda culpa y de gran dicha. Eso es navegar en
el alma.
Pero
el alma es una parte de esta película, no es todo el misterio.
Cuando soltamos la capa del alma y vemos con los ojos del espíritu,
el Plan Divino o Dios nos muestra por qué tuvo que ser de esa manera
y no de otra y que todo —¡absolutamente todo!— fue Su diseño y
tú, yo, todos jugamos a ser el diseñador, ¡las manos del universo!
Es así como el alma se lava hasta la próxima vez que decidamos
vestirla, y sus luces y sombras se diluyen y disuelven. Los actos
bondadosos y compasivos, así como los contratos amargos, también le
pertenecen al Gran Espíritu.
Conozco
un solo proyecto en el universo: el amor. Eso es todo lo que pulsa el
sol central que está más allá de nuestro alcance y comprensión. Y
eso es también lo que nosotros pulsamos. Todo, siempre y a cada
instante, es un acto de amor y darse cuenta, es liberador.
Camilo Pérez
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