Las heridas se precipitan salvajemente y ni una voz les brinda compasión. Los tiempos pueden elevarse, endurecerse e incluso ocultarse, pero siempre terminan trayendo la tempestad.
El cielo no se puede evitar. Tampoco su temblor dolorido y plomizo cuando su azul metal decide desbocarse y quebrar. Desarma el aire, destripa la fragilidad de las nubes y nos deja alumbrados, a la vista con nuestros cuerpos oscuros.
Cada profecía ofrece esa esperanza innombrable, la de la muerte de una forma de vida inerte, desquiciada. Cada aparente crueldad retorcida obtendrá la vergüenza y la desaprobación unánime de la moral entumecida que retoca su rostro decrepito y democrático con maquillaje exacto, preciso y decretos de buenas intenciones. Nadie se atreve a afirmar que cuanto más desolador el ambiente se está más próximo a la alborada. Lejos de los fundamentalismos, mucho más allá de los discursos y de las paces acordadas, escritas y con sellos fatales...
Muere un mundo lleno de conveniencias, de intereses. Gordo, obeso, opulento. Inconmovible. Adaptado a religiones sensacionales que apuestan a paraísos que apestan. Se desintegra veloz ese mundo de una ciencia obsoleta, arrogante y soberbia que se adueña de la vida y a gentíos acumulados que hacen fila con creencia ciega en ella. La ciencia es el Dios del hombre racional y cada vacuna anti rabia, una inyección fría contra el calor del corazón. Se acaba el giro de la Tierra de las ideologías más gruesas, totalitarias, a fascismo de izquierdas y derechas, las nuestras. Está fulminado un sistema sin sosiego que vive ni más ni menos que en nuestra cabeza y se replica con pánico en el resto del cuerpo. La mente infernal nos agolpa y sus súbditos, cada pensamientos prejuicioso y destructivo, reduce la capacidad creatividad de sentir ternura y cariño por nosotros mismos.
Todos o la mayoría, y tal vez ya no importa, sufrimos sobre el suelo de la realidad. Deseamos furiosa y silenciosamente un zarpazo de la Tierra que reacomode las chances, que baraje la suerte y que reparta el amor otra vez.
Escucho quejas, reclamos, aluviones, modas de indignación y desconsuelo cuando un ser humano se convierte en asesino de muchos. Los escucho mas no les creo. En el fondo y por momentos no tanto, anhelamos intensamente que sea tiempo de revolución, quitarnos de raíz esta pequeñez exhausta y absurda que nos sostiene sobrevivientes y eternos naufragados.
Siempre preferí un poquito los estragos y los rayos. Dicen los libros que el cielo es desmedido y se brinda bravo cuando se trata de destapar lo establecido mientras fingimos que todo está bien. Mi naturaleza es el aire, me tocó desacomodar lo de siempre y lo dormido que juega a lo despierto. Lo que yace y se cree erguido. Algunas veces vomité la verdad, después yo también ensayé mentir. Eso nunca va bien. Bendito el que no tenga secretos que cuidar, debo decirlo, desde hace un tiempo, habito ese lugar aunque lo dicho tras lo hecho haya apagado momentáneamente mi sonrisa. Los labios después van animándose a abrirse otra vez.
Todos queremos bailar esta fiesta, eternizarla... aunque se inhale y nos inunde el sabor del precipicio. Nadie aceptaría sin un rapto de locura que es hora de que se acabe esta fantasía tormentosa y melancólica, gris perdido y derruido, derretido y desteñido de nostalgia. Que lo desean con todas las viseras, con cada entraña del cuero. Quién se atreve a atravesar el desierto, a andarlo vacío hasta agotarse, hasta desarroparse capa por capa, hasta ser tomado por la dimensión de su propia liberación...
"Cómo podría amarte con tanta melancolía...", canta el Indio Solari.
Hace falta mucha sangre derramada en poco tiempo para que nazca el volumen verdadero de un amanecer en paz. Los partos tienen eso... Se llevan la vida de los glóbulos envejecidos que supieron acompañar el proceso de la luz hinchándose y madurando vientre adentro. Empujan de la única forma que conocen, con fuerza. Después se rinden y se entregan en el alumbramiento. Se cargan la memoria antigua y llorada, la devuelven a casa mientras una conciencia original abandona su capullo protector y se despoja de su asilo, de lo que la contuvo y después la apretó. Lo que dio albergue luego necesita explotar. Lo que nace llora, patalea y apenas puede con la luminosidad del mundo, sólo con el pasar de los minutos empieza a observar el ambiente, deslumbrado.
Abogo por ver, porque veamos que todo este gran ajuste, son cuentas milenarias acusando, clamando, ahuyando y sonriendo nuevos equilibrios. Quien quiera vivir la paz que medite sobre sus guerras internas. Pero por favor, no nos abrumemos con falsas expectativas, detenidas y congeladas, incluso ingenuas. No abonemos más el territorio hostil de nuestra imaginación sin ángel. Abortemos esa misión. Ese es el fracaso. Desilusionémonos.
Parémonos de frente al monstruo que alimentamos diariamente y empecemos por reconocer la necesidad individual de desarmarnos. Quizás así veamos el abrazo escondido y encapsulado que conservamos para quién sabe cuándo. Los besos que no damos, las alegrías que marchitan detrás de las alergias al contacto con las tristezas hondas que sabemos camuflar.
Que todo se destile para que otra visión al final nos amanezca y nos abastezca. El cielo está vacío, todos estamos aquí otra vez.
Camilo Pérez