Tomábamos mate en el living de su casa, frente a frente.
A nuestro lado un gran ventanal nos regalaba una típica postal citadina de
pleno invierno. Gente abrigada en apuros y esa sensación un poco desoladora al
ver la vegetación de la acera desnuda. Con esta amiga sexagenaria nos conocemos
desde hace unos años y nos queremos. En nuestra relación está el premio.
Nuestras conversaciones son una caricia al alma, nos
importa más saber de nosotros que lo que pasa en el mundo. Una vez más, sin
embargo, aparecía en la conversación la inseguridad, la economía y otros tópicos
por el estilo. Escuché mi rebeldía rugiendo adentro y me contuve. Me apresté a
escuchar mis emociones y solas fueron organizándose hasta regalarme claridad.
Tomé una bocanada de aire y me sentí por última vez antes
de hablar. Para mí lo único que podemos esperar de este diseño, de las ciudades,
es que se profundice y se acentúe el vértigo y la pérdida de sentido. Como toda
velocidad, cuando el acelerador está a tope, sólo cabe suponer que el sistema
de freno se rompa y entonces vendrá un gran porrazo. Si pretendemos que este
modelo se vuelva cuerdo, estamos en el horno. La vida está señalando hacia otro
lugar, lo que queda de este tiempo es sólo ser testigos de su colapso.
Mi amiga fue por otro lado para insistir: la crisis
económica. Y yo volví a sentir mi rebeldía esta vez más aplacada y quise tener una
buena palabra para ofrecer. Sabía de qué se trataba pero el campo aún no estaba
listo: hablaba de sí misma, la crisis estaba desatada en ella.
Cuando hubo agua, me zambullí con amor y confianza en el mar del intelecto para después abrir su lecho hacia el laberinto de las emociones. Yo no
sé si hay crisis económica y en todo caso, es un discurso que se viene
sosteniendo desde hace unos años y sigo viendo un nivel de consumo parejo
cuando me muevo por la calle o transito centros comerciales masivos. Naturalmente
el consumo tiene un pico y cuando las utilidades ya están cubiertas, luego se
estabiliza. Por eso siempre va a haber cierto flujo, es parte de un equilibrio: locales
que cierran, gente en busca de nuevos horizontes y otros locales que abren. Después
que habíamos agotado el circuito de la identidad neurótica y sus fantasías catastróficas, por fin pude decirle: yo también me he defendido así de mis crisis.
Nuestro Uruguay, aún hoy, es una tierra bendecida, una
tierra de paz. Las pantallas en sus diferentes formatos electrónicos nos
revelan informaciones permanentes de todos los rincones del planeta y casi por
seguro, podemos suspirar aliviados: no hay grandes eventos climáticos ni
tampoco sucesos fraudulentos constantes.
Nuestra realidad es tan imperfecta como cualquier otra. Aún así, nuestra
gente tiene un buen rango de tolerancia a la diferencia y a la diversidad de
pensamientos. Somos un país de libre pensadores y si hay algo que no toleramos
en demasía es que se someta a esa condición libre-pensante. Solemos defenderla. En este rincón del sur se respira
libertad y se percibe luz. Ese es el regalo del espíritu para nosotros: somos
el país donde cierta cuota de utopía es realidad.
Aquí hay puñaditos de gente explorando otras maneras de
vivir. Intentándolo. Probando. Aquí, a un rato del fin del mundo, las fallas
del tan mentado progreso y sus malestares llegan después y para cuando
desembocan en nuestras aguas, ya contamos con información suficiente para tomar
buenas decisiones, lo que no significa que siempre lo logremos hacer.
Es una tierra encantada, con su propósito y sentido, y nos llevará tiempo descifrarla.
Es un refugio: si cientos de personas en su dolor están eligiendo venir aquí,
alejándose de las penurias y las represiones de su lugar natal, algo bueno está
sosteniéndonos aunque lo perdamos de vista por el ritmo de lo cotidiano.
El Uruguay es un país abrazador, cercano y posible. Habitamos la fraternidad. Aunque también podemos elegirnos borrachos de resentimiento y
ciegos de soberbia. En nuestra ley. Ir muriendo con los dientes apretados y el
puño cerrado, sujetando la razón. Esa trampa nos lleva al aislamiento: un infierno personal y cada vez más restrictivo. Paso a paso
se clausura al corazón, se le pone un candado a cualquier grieta emocional y el
sentido del dolor queda cada vez más lejos. Nos resulta ajeno el mundo y nos
preguntamos por qué las relaciones cada vez se reducen más y son menos
nutritivas. A veces un buen despertador es saber que volveremos a la Tierra a
recoger estos pendientes que quedan en el alma.
O el abrazo. Elegir el abrazo. Entre mis vínculos, tantas veces nos preguntamos por qué a nuestros treinta y pico de años todo parece forjarse de un modo tan lento y los niveles de confort son por momentos inaccesibles. Tal vez este clima, este no poder acomodarnos y arreglárnosla individualmente, hace que tengamos más a mano la comprensión de la interdependencia, porque si no puedo solo, necesito de los demás. No lo creo. Sé que es así. Nos mantiene humildes (tal vez a veces algo rencorosos si nos orientamos hacia afuera) y con la chispa del vínculo encendida para crear formas todavía no creadas. Nuestra tierra conserva una semilla singular de amor, orden y belleza en lo simple. Y es una tierra por crear y es una memoria que late en el aire.
Volví a la ventana, al living y me cebé un mate con calma
en el corazón. Recordé una de tantas veces que me perdí y me agradecí haber
pedido ayuda. Aquella vez, esa amiga fue quien me escuchó y me tendió su mano.
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