El
valor máximo de la vida es dar con la fuente, encontrar la luz que habita
detrás de cada escenografía. Para lograrlo, es necesario antes sintonizar y
deslumbrarse con el paisaje. Ver belleza en una obra de arte hace fácil que
ubiquemos la esencia en nosotros. Todos nos hemos conmovido con la creación en
algún momento y eso nos hizo encontrar a Dios tras bambalinas. Cada parte del
orden natural cuenta con una identidad que la hace única. Su color es especial
y su tono y nota no tienen antecedentes aún perteneciendo a una especie
concreta.
Va
contra toda la historia humana vaciarnos de esa identidad. No se puede deshacer
lo que nos construyó. Podemos pensarnos distinto, creer otras verdades y asumir
nuevos roles. Y eso ya es mucho. Si tu vida fue cruzada por el desamparo, en el
mejor de los casos intentarás cubrir tu soledad de amor. Hasta ahí.
Si
hay un discurso barato y una actitud egoica en la espiritualidad es afirmar la
personalidad, negándola. Es peligroso ese juego. Coloca a quien promete esa
posibilidad en un lugar altivo, superado de los demás que lidian todos los días
con sus neurosis. Si hay una manera de despertar la maestría, es tomar la
humanidad que nos abarca. De otra forma, la articulación de un pedestal hace
frío, distante, incierto y finalmente inalcanzable a cualquiera.
Vende
muchísimo desprenderse del ego y quitarse de encima la personalidad. Pero no es
real. ¿Cuánto estamos dispuestos a pagar por olvidarnos de lo que nos pasó? Fue
tan duro que nos gana la ilusión de hacer borrón y cuenta nueva. Pero nuestra
vida no es una refundación constante, sino una línea continua que le da sentido
y belleza hoy, a los pasos que dejamos atrás. Podemos cortarnos el cabello si
está deslucido, pero sus raíces están hundidas más allá del cuero. Las raíces
son intocables, salvo cuando arrancamos el pelo de cuajo, pero eso nos agrede y
provoca más dolor.
Quienes
ofrecen esta fantasía de enfrentamiento y desintegración, están cortando la
relación con los rasgos distintivos y el camino del alma, pulverizando una
parte muy sagrada del ser; lo que nos hace humanos. Lo más sano que podemos
prometernos es entender el sentido del dolor y eso transforma la relación con
la herida.
He
pasado por el espacio de muchos maestros y los he visto derrumbarse porque el
tamaño de sus miedos se sentía más fuerte que la dimensión de su gracia. La
mayoría de los hombres y mujeres que conocí, veneraban a alguien con
impresiones gigantes y cuadros que encerraban figuras a las que adorar. Otro
igual a ellos. Entre quienes marcaron con su presencia los tiempos y la
historia, vos y yo; no hay diferencia ni distancia. Sus vidas fueron tan
sagradas como las nuestras, sólo que ellos se dieron cuenta.
Los
altares como los pedestales encumbran una imagen, la hacen lejana y esconden su
sabiduría. Relacionarnos así, nos llena de culpa porque tal vez no seamos
suficientemente buenos e impecables como para poder alcanzarlos. Eso hemos
heredado de las religiones y de varios caminos de fe y rendición.
En
un rincón sagrado de mi casa tengo algunos objetos de valor para mí. Una bolsa
artesanal con tabaco dentro y varias plumas que he recogido en el camino y muy
poco más… Sólo extraigo de la bolsa un puñado de tabaco cuando siento que no
puedo tomar una decisión con claridad o si alguien acude a mí con esa misma
inquietud. El tabaco abre el diálogo con el mundo espiritual y esta dimensión
cuando lo pedimos, nos facilita la visión para ver en los obstáculos,
oportunidades.
Las
plumas son el resumen de un largo caminar: años de compromiso y auto
reconocimiento. Los hermanos que vuelan tienen una comprensión mayor, se
despegan del conflicto y en esa distancia reconocen su lugar y la dimensión que
ocupan en un sistema más grande y contenedor.
Las
plumas representan nuestra habilidad para responder con sabiduría a los
problemas y llegan a nosotros cuando más de una vez hemos volado y sintonizado
con la divinidad. Cuando hemos trascendido el drama y la tragedia se hace
experiencia. El aire y la libertad son palabras difíciles de separar. Por eso
las culturas nativas honran las aves, porque hacen de su viaje el arte de la
transmutación elevando el padecimiento al cielo.
Si
mi camino sirve de inspiración a alguien, maravilloso. Si mi camino es
verdadero, entonces no habrá plumas ni tabaco que sustituyan mi presencia
porque donde me encuentre, estará mi corazón. Lo demás es simbólico. En
ese rincón de mi casa, no hay fotografías ni imágenes de nadie. Es sagrado
porque hay algunos objetos que me recuerdan momentos importantes. Fueron puntos
de conciencia donde algo se movió dentro de mí. Pero son sólo la
representación, su memoria está grabada en mi alma.
Cuando
alguien se convierte en un cuadro, en estampita o en relicario, yo desconfío.
Cuando alguien lleva su imagen hasta el grado de admiración, me incomoda.
Cuando alguien se entrona en un sillón, me da pavor. Si alguien precisa esa
relación con sus iguales, todavía no llenó su amor propio. Quien se siente
seducido a hacer de su lugar un pedestal, está protegiéndose para que no toquen
el volumen de su herida y el peso de su dolor.
La
historia de la humanidad está llena de encumbrados, pero una cosa es lo que el
relato haga de ellos y otra es lo que en verdad ellos estimularon. Ni Jesús ni
otro maestro se elevó sobre nadie y esa simplicidad lo convirtió en faro. Fue
la consecuencia de su camino, no su búsqueda. Lo que une al final a ambos
tramos de su vida —camino y consecuencia—, es la coherencia de su corazón.
Ahora
que el año comenzó y la vida nos obliga a salir, confiemos en nosotros, en el
pulsar y en el impulso. ¿Sabés por qué alguien que despierta su maestría, fluye
y emana de sí la sabiduría no deja que otros lo adulen? Porque sabe que quien
lo eleva a la categoría de Dios, tarde o temprano retornará por la luz que le
prestó. El maestro estará instalado en los cielos hasta que el alumno precise
bajarlo. Necesitará reconocerse a sí mismo y que le devuelvan el brillo que
alguna vez cedió. Si me veo roto y te veo entero, te daré mi luz para que me
devuelvas una imagen mía más íntegra. Luego la voy a pedir para alumbrar mi recorrido.
Pido
clemencia entre nosotros. Que podamos dejar de sostener relaciones abusivas que
eleven a unos por encima de otros. Si seguimos manteniendo pedestales y
altares, habrá tanta soledad en el llano como en las alturas. Lo que nos cura,
es ver que el dolor y el amor nos igualan y que esas sintonías son comunes y
compartidas.
Cuando
el nacimiento de mi hija estaba cerca, me dijeron: “No hay parto sin dolor,
pero sí, sin temor’’. Fue un baño de claridad y conciencia. Los zapatos que
calzás llevan la horma de tu historia. Allí está el karma, el lastre y la
mochila. Ese material —paradójicamente— pare la luz, el color y despierta el dharma. Tus virtudes,
dones y talentos están nacidos del útero oscuro, de la profundidad de las
sombras.
Pongo mi intención para que el espíritu sea cuidado por el ego y en el medio de ambos, el alma nos conduzca suave por la existencia. Rezo para que podamos perderle el miedo al dolor. Llorar a tiempo nos puede reconciliar con la vida.
Camilo Pérez