Cuando un ser humano nace, toma para sí
la historia de toda la humanidad. La adopta, la asume como propia.
Cuando cualquiera de nosotros encarna nuevamente, decide iluminar
algún aspecto de esa historia en pequeños sistemas, esos a los que
llamamos familia. Esta semana, toda la familia humana —nuestro gran
sistema— está pasando por un punto de la historia que no ha
trascendido.
La comunidad esenia estaba anclada a la
Tierra y alineada con el Cielo. Honraban al árbol de la vida del
cual ellos se sabían fruto y su luminaria invitó al hijo de Dios a venir otra vez. Jesús tuvo encarnaciones
previas y posteriores. Jesús fue político, insurgente, irreverente
e incorrecto. Fue rebelde. Le hizo frente a la cultura dominante de
una época y a la hegemonía de su mensaje con estricta simplicidad,
con una firmeza impenetrable en su verdad y con un amor impecable. Su
propia humanidad no le pertenecía. Esto quiere decir desde el estado de conciencia final, que su vida estaba tomada por el espíritu, la divinidad. Eso estaba claro en él y por eso el mensaje de sus últimos días, que
su camino fue la devoción y su destino hacer visible la divinidad.
Jesús fue parte de una estirpe que
tenía claro que el reino del cual hablaban, no era originario de
esta dimensión. Fue una porción de un alma mayor. Tuvo soporte
suficiente como para sostenerse y develar los misterios de la
creación. Estuvo rodeado de maestros, sabios y compañeros que
apoyaron la empresa. Su espalda fue una comunidad entera y su mensaje
se resume de un modo sencillo: lo que hacemos nos define. Por tanto, instaurar el orden del amor es hacer en este plano el oficio que
nuestro propósito divino trae y esa tarea es sagrada.
Jesús cumplió su misión. No hubo
puerta trasera ni salida decorosa o acuerdo diplomático que torciera
su voluntad. Lejos de entender su desenlace como una condena, fue su
último acto, la entrega definitiva. Cuando Jesús fallece en la
cruz, muere su personalidad y nace el Cristal. Sobra el lenguaje, señala el camino. Nuestra flaca humanidad, es una manifestación del
espíritu. Lo que sobrevive a la cruz no es su aspecto humano sino la
fuerza de la vida, su espíritu. Ese renacer incesante es lo que
estamos celebrando el séptimo día: que somos finalmente santos,
puros y cristalinos.
El ser humano pasa año tras año por
el mismo punto de sí mismo, por ese lugar del círculo
particularmente sensible donde se ve conectado al martirio, la
flagelación y la culpa como sinónimos de vida. No es posible el
paraíso, ni somos dignos de vivir en paz y bajo su ciencia si
permitimos que Jesús muriera. En el fondo, haber descreído su mensaje -que era el de nuestro corazón- nos muerde las tripas. En lo hondo, haberlo desacreditado, nos duele tanto que se transforma en un enojo irrefrenable. Por eso pasamos por este espacio una y otra vez y repetimos el mismo plato.
El año comienza con la resurrección,
con la manifestación del espíritu, con la certeza de que no hay
final y que la muerte tiene dos claves: es una ilusión y el mayor
arquetipo de transformación. Donde hay muerte, la materia modifica
su estado y eso es todo. Jesús se desmaterializó para expresarse
por todos lados.
Jesús soló señaló su corazón y al
hacerlo orientó a toda la humanidad de vuelta a casa. En ese lugar
hay algo por hacer. Todas las fuerzas de la vida nos desean que
encontremos aquello que de sentido a la existencia. Ojalá que seamos
lo suficientemente honestos con nosotros mismos para recoger las
huellas que nos lleven hacia dentro. Ojalá que nuestras cuerdas
suenen tan firmes que sea imposible desoír el llamado. Ojalá que
caminemos este nuevo año dándole vida y sonido al instrumento que
somos. Ojalá que todos resucitemos. Ojalá despertemos. Y ojalá el
año próximo, al pasar por este lugar del círculo, estemos un poco
más livianos.
¡Mucha dulzura para nuestras vidas y
buen renacer para todos!