A lo largo de estos cinco años
aprendí a caminar. En este tiempo aprendí también a reconocer la voz de mi
corazón entre mucho ruido. La diferencia entre su sonido y lo demás es que
cuando todos los cimientos crujían y aún hoy chirrían, mi corazón habla en
calma. A lo sumo galopa, pero jamás golpea. Debajo de tanto desquicio, me riega
una sensación de no poder desviarme ni apartarme de mi destino. No puedo
doblegar mi esencia, mucho menos renunciar a ella. Me debo ser lo que ya soy.
Sí puedo decir que no ha sido
sencillo. Cuando ya no pude desconocer el llamado y esa voz interior —y hablo
solamente de una sensación persistente con el correr de los años—, entonces los
retos se tornaron más intensos y no menos dolorosos.
La presencia del Amor, la
insistencia de una Sagrada Misión en mi corazón, no me evitó dolores, sólo me
hizo recorrer los dolores correctos. ¿Hay dolores correctos o incorrectos? Me pregunto mientras escribo... No
lo sé. Hay dolores que recomiendo y hay combates que siento innecesarios. Y digo
combates porque el dolor como dimensión, son dos partes que se pelean y se sienten distintas
una respecto a la otra.
Cuando la cara A está en la casa de la cara B, la cara A se
siente fuera de ambiente. Cuando la cara B está en la casa de la cara A, cara B
se siente a la intemperie. Y tanto A como B precisan conectar con que llevan la
vida de ese otro en sí mismas. Necesitan no excluirse e ir desandando el camino
hasta reconocer que se parecen mucho más de lo que creían.
El dolor tiene algunas particularidades.
Cuando tengo una situación dolorosa delante de mí y un montón de sensaciones
adentro, lo que no tengo es otra opción que contactar con aquello. Las personas
tienden a vivir el contacto con el dolor como estar en el lugar equivocado, en
el momento menos conveniente. Y el dolor viene a desarticular ese nudo de
suposiciones, no a darles la razón. El dolor llega para poner en duda ese
cúmulo de percepciones altaneras y arrogantes. No viene a consolidar lo que
nos parece haciendo de nuestra identidad algo más duro e inflexible, sino más
bien a desacomodar la identidad en las que
ese mundo perceptivo prevalece.
La dimensión del dolor exige
paciencia y humildad. Y en el medio do todas esas aventuras dolorosas, se
moverá también nuestro umbral de tolerancia. El dolor nos pide entregar parte
de nuestras credenciales, lugares del yo en los que estamos profundamente
cristalizados. Al cabo, el dolor nos llama a dialogar.
Una experiencia
verdadera con el dolor encontrará al fin un ego más disuelto, menos rígido y
más propenso y permeable a la comunicación. Nos deja más abiertos y amplios a
la conversación con nosotros mismos. Que no quiere decir abandonar nuestras
corazonadas e intuiciones. Sí implica que, habiendo atravesado su umbral,
salgamos menos condicionados a las exigencias egoicas y más compasivos y
livianos.
Si los dolores que recorro me
perturban y distorsionan frecuentemente. Si esos dolores me hamacan de un lado
a otro y me impiden permanecer centrado,
entonces quizás deba revisar —más que nada— mi papel en el juego que estoy
jugando. Hay batallas que es inocuo atravesar y otras que son ineludibles.
Hay parte de nuestro ego que piden salvajemente salir a dar tal o cual guerra y justamente el propósito es debilitarse porque aún saliendo victoriosas, se van cansando. Las partes que más confrontan son las que más necesitamos entregarle a la vida.
Soy un out sider. Soy uno de
esos personajes de la ciudad. Uno más. Otro en el montón. Puertas adentro,
adentro de varios adentros, el mundo intentó aplicarme todos los correctivos
posibles. El mundo, mi mundo, mi familia, las instituciones que frecuenté, los
centros educativos donde asistí e incluso varios vínculos intentaron adiestrarme a la desconfianza… Mi
mundo me tiró con todos los manuales e instrucciones de buena conducta, pero
siempre devolví un gesto de rebeldía y salí más inspirado aún.
Hoy, de ese escenario
combativo —el mundo vs. mi rebeldía—, lo que queda es un profundo agotamiento y
cansancio. Aún más: una expresión de acercamiento, un entendimiento de que
ambos mundos se parecen. Mejor dicho, sus necesidades se parecen. No se puede
transformar el mundo sin antes respetarlo tal cual es. Mi rebeldía no iba a
ceder un milímetro si antes yo —enteramente— no recorría la experiencia de habitarla para aprender qué era lo que ella defendía. Tras la
custodia de qué herida se despertaba y encendía sus alarmas.
Tuve mucho miedo a que
apagaran mi calor, por eso combatía. Hoy siento que ya conozco el sabor del
fuego que llevo dentro y que el mundo que me rodea acompaña como puede. Sin
perfecciones.
Percibo que es otro momento.
Algo hermoso va llegando. Me despido sintiéndome abundante en mi intimidad y
habiendo construido un sano “a solas” conmigo mismo como triunfo. Y concluyo la tarea en
este blog en la confianza de las relaciones que me abrazan como premio. Ellos y yo.
Nosotros, somos una certeza.
¡Gracias por este ciclo que
alcanza su fin!
Hasta el reencuentro.
Camilo Pérez