Estamos aprendiendo a vivir de otra manera. Eso ya está
pasando. La vida manifestándose no es novedad, es vida. Lo que este tiempo
parece regalarnos es la oportunidad de la conciencia. Y la conciencia es la
atención entre lo que pasa y lo que nos pasa. Entre lo que sucede en el entorno
y lo que eso mueve en nosotros, entre lo que se mueve en nosotros y lo que eso
genera en el entorno.
Le llamo a esta exploración: tiempo real. Es un ritmo marcado por la intensidad de la
experiencia, no por el compás de las agujas y sus rutinas. Es ese tiempo donde
lo que sucede en nuestra realidad externa e interna, se relacionan, se
vinculan. Es la posibilidad de asociarnos con la vida.
Algunos le llaman a este punto de vista “espiritualidad”
y tal vez tengan razón, porque es volver a observar las cosas que pasan —y
nosotros en ellas— con espíritu, con ánima. Sin embargo, a mí me parece una mirada
muy humana. Es una forma muy concreta, simple y fascinante de experimentar esta
naturaleza: la nuestra. Una perspectiva que claramente conecta con el sentido
de ser, nos devuelve a la vida, nos quita de la inercia y de lo híbrido. Nos descongela.
Hay un aspecto en que podemos quedar entrampados y es
considerar que aquello que sentimos, aquello con lo que ligamos —la relación entre
la emoción y el mundo exterior— debe llevarnos a algún sitio en particular si lo miramos, si lo sentimos, si lo atendemos, y
no funciona de esta manera. Sucederá, sí. Nos moveremos de lugar, sí. Pero no
es manipulable este fluir.
El espíritu no se ve y lo sostiene todo, todo lo articula,
todo lo hilvana. Una emoción —cualquiera sea— no se ve excepto por su
exteriorización y eso que emana siempre tiene su correspondencia en algún lugar
del afuera. Ver una obra de arte y emocionarse es una acción de conciencia: lo
que estaba en el universo interno del observador y el mundo que se expone,
entran en contacto, se unen. Concilian.
Es muy obvio que esta manera de vivirnos recién empieza
porque ninguna persona que atienda a su dimensión real sería capaz de elegirse
dañando a otros, incluido a sí mismo. Nadie que conecte con su mundo emocional
de manera honesta, heriría a otra persona sin medirse antes, por lo menos por
anticiparse a los costos personales que eso acarrea luego.
Cualquier comienzo de algo nos pone en un punto de
partida y yo diría que este ciclo, tiene como sendero iniciático la ignorancia.
No estamos acostumbrados a transitar por las emociones y a poco de empezar a
sentirlas, ya queremos que acaben porque su intensidad nos desborda y abruma.
La ignorancia de la que hablo no es despectiva, no
descarta nada ni es un prejuicio a lo que ya conocemos. Es el reconocimiento de
que venimos como humanidad de un período largo y ancho gobernado por los
estados mentales. Un tiempo extenso de ideas y teorías, un realismo mágico y fantasioso
donde, como lo niños, cada ser humano tiene pánico de asumir la propia existencia
y se ha inventado mundos personales, demasiado privados, a veces paradisíacos, a
veces infernales, pero siempre solitarios. Y en esos búnkers herméticos, hemos
sido héroes o villanos, capaces de las mayores hazañas y de las mejores
tragedias.
Estoy convencido de que podemos hablar del presente sin
remitirnos a la historia que nos trajo hasta él. Entiendo que todos como
humanos, como un solo ser, estamos precisando salir de las jaulas intelectuales
e ir a descubrir quiénes somos detrás de tantas biblias y verdades enfrentadas.
Si indago en mi propia historia, puedo ver que pertenezco
a esos círculos de intelectuales y sabiondos, y como nieto e hijo de esa
cultura, también fui arrogante y altanero, soberbio… Intenté encontrarme con el
mundo en un libro sin arriesgarme a salir, probé describir la vida sentenciándola
en un papel. Nada de eso funcionó.
Hoy me merezco y me regalo el
no saber. ¡Y qué liberador se siente! Puse tanto empeño en demostrar cuánto
sabía de todo por temor a tocar mi vulnerabilidad, a que alguien me pudiera
lastimar otra vez o a amarme de verdad... Nadie se mantiene mucho tiempo al lado de
alguien que no necesita de lo demás porque está remarcando permanentemente que
todo lo sabe. ¡Qué alivio al corazón y al alma soltar ese lastre!
La agonía
humana o la deshumanización tiene que ver con eso: todos nos aferramos a
nuestra historia de dolor y desde ahí ya sabemos, incluso, atraer aquello que
otra vez nos confirme el dolor, la herida y entonces justificar el encarcelamiento.
El presente propio e íntimo, echa por tierra esta estratagema si sólo me dedico
a sentir lo que hay para sentir. Sin más.
No tengo respuestas detrás de
los cuentos que me cuento. Mi cabeza intenta dibujar estrategias, descontrolada
por perder el control y el dominio de la situación. Tampoco me quedan
preguntas. Sí estoy aprendiendo a convivir con la incertidumbre de saberme
vacío. Vacío de saberes, de conocimientos que definan el momento actual y el
próximo, y el que le seguirá. Es este lugar un espacio de derrumbe de todas las
conveniencias y convenciones que conozco por llamarme Camilo y tener una
memoria de treinta y dos años. Es un espacio de catástrofe para la personalidad
y un florecimiento de algo que no sé nombrar.
A poco de darme esta
oportunidad, más de una vez suspiré frescura
y alivio. Me llené de liviandad por la ocasión de entregarme al orden que la
vida va creando delante de mí.
La vida, la conciencia no nos
precisa demasiado para hacer su obra, con estar en ella alcanza. El problema
aparece en el cómo estamos en ella. Permanecer y contemplar hoy son actos
revolucionarios en un mundo donde todo esfuerzo está colocado en sostener los
lugares mentales desde los que todos nos olvidamos de nosotros mismos y
empezamos a defendernos del resto. Si no me recuerdo, menos puedo tener
presente y tomar consideración de que al lado mío hay alguien más.
Yo me merezco no saber y me
regalo el estar vivo ignorando cómo y para qué. Me abro al asombro de lo que es
y como condimento especial, añado que estoy enamorado de lo que puede ser.
¡Felicidades y buena aventura!