Pasamos
años tratando de quitarnos de encima la ingenuidad, creyendo que así estaremos
más aptos para la competencia y tanto más si evitamos que alguien alcance
nuestras debilidades. Esconder lo que nos hace humanos es una dinámica demencial
incorporada por la necesidad de armar y construir un lugar en la sociedad.
Exige calcular la relación costo-beneficio de las circunstancias y a esto le
llamamos negociar. Para estas alturas, la inocencia está completamente
enterrada.
La
inocencia y la ingenuidad son estados de conciencia que se entreveran y confunden
fácilmente. El primero se pierde en casa, el segundo mientras nos capacitamos
para el mercado laboral.
Caímos
en un mundo donde todo indica que bajo el sol hay una guerra desatada mucho
antes de nuestra llegada. Y el —sin— sentido de la vida pasa por refugiarse.
Sacrificamos lo que es esencial adentro, en pos de garantizarnos un lugar entre
millones, en una puja por la sobrevivencia. Así
vencemos nuestra naturaleza en pos de un ego a prueba de derrotas.
Serio, solemne y endurecido.
En
este escenario jugar nos da miedo, sonreír supone un riesgo y mirarnos a los
ojos es directamente un acto de intromisión a la intimidad del otro, una
herejía.
Qué
ocurre si invertimos el significado por el cual entendemos —de un modo
irracional e infantil*— la ingenuidad. En verdad lo ingenuo es creer que
podemos llegar muy lejos blindando nuestras vulnerabilidades del afuera,
incluso que es posible desoírlas internamente, conviviendo con ellas.
Para
mantenernos “cuerdos”, construimos dos fantasías que se llevan nuestra energía
y vitalidad: el pasado y el futuro. Estas no pertenecen al tiempo real, no son ciertas
ni se sostienen alejadas del pensamiento. Ellos lo saben.
Huimos
del presente llenándonos de recuerdos fabricados en la mente. Y estos se
modifican de forma constante con el material anímico actual. Los recuerdos
varían según la percepción a la cual accedemos en este instante. Del mismo modo
corremos al futuro que será maravilloso o terrible de acuerdo a cómo nos
encontremos ahora. Intentemos explicarle a
un niño el ayer y el mañana y veremos en el embrollo que nos metemos.
Para los chicos, el ayer fue hace cinco minutos y el mañana es inmediato.
En
nuestra cultura hay un día en el que rendimos tributo a nuestra personalidad y
le tendemos una trampa a la pureza, ridiculizándola: el día de los inocentes.
El objetivo es lograr engañar a alguien a partir de una fantasía. El ardid
puede ser bueno o malo, dependiendo del
grado de manipulación con el que estemos acostumbrados a comportarnos. Si la
fantasía que hacemos o nos hacen representa algo agradable, sentiremos
frustración o decepción. Si la trampa es una situación de peligro para nosotros
o para la víctima de turno, devendrá el alivio. Esta jornada representa el
permiso —socialmente aceptado— para soltar nuestras pequeñas perversiones.
Como
tú, como yo, como todos… Creí ser muy importante e imprescindible. Un año, como
hay tantos, me tocó atravesar una dura situación personal que comprometió a mi
familia. Después de meses sintiéndome atormentado, descubrí que hacía tiempo
había ordenado mis días sin ser el centro de atención. Me había salido del
lugar de privilegio y mis caprichos perdían fuerza y razón. Estaba dedicado al
cuidado pleno de los hijos, la propia y los de la vida. Trasladé mi batalla
personal y las luchas de mi ego a la presencia de quienes más me necesitaban y
cuando no fui necesario para mi entorno, comencé a disfrutar en calma de mi
compañía. Sin darme cuenta y esto es lo más enriquecedor, aprendí a brindarme,
a contener, a poner límites, a jugar, a ser firme, a ofrecer ternura, a
reconocer mi autoridad: a ser hombre.
Cuentan
las antiguas culturas que los guerreros de las tribus demostraban que estaban
aptos para el combate cuando dentro de su clan cuidaban y protegían a los
niños, a las mujeres y a los abuelos. Si aprendían a respetar las figuras de
mayor vulnerabilidad de su comunidad, eran individuos confiables para la
confrontación, pues conocerían el propósito de sus luchas sin caer en la
tentación de convertirse en mercenarios.
En
nuestra sociedad, estamos decidiendo dónde ubicarnos, despiertos en la
ambivalencia entre la competencia y la cooperación. Lo que está en juego es
mucho más que la posibilidad del éxito o la prosperidad. Estamos decidiendo la continuidad de la
especie humana, de las mujeres y los hombres. Lo que define nuestros pequeños mundos
es a qué nos vamos a entregar: al miedo o al amor.
No
soy ingenuo, sé que rendirse ante el amor para renacer en el amparo, implica
atravesar lo que me horroriza. No estoy hablando por hablar, lo experimenté. El
sentido común que me conduce, mueve, o invita a aquietarme, se despertó cuando
más volqué mis energías al cuidado de los niños, a alentar sus sueños e
ilusiones. En el camino, me sorprendí de las respuestas que encontraba y de las
soluciones que se abrían. Así, compartimos los obstáculos y desafíos que
implican educar, madurar y crecer juntos.
La
ingenuidad se restablece cuando aceptamos que la vida puede más y que será
tanto más grande y misteriosa de lo que alcanzamos a adivinar sobre ella. Ante
la existencia, aun conociendo sus leyes, formas y contenidos, me declaro
ingenuo; su magia es mucho mayor de lo que logro dilucidar.
Recuperar
la inocencia es el destino final. Es posible cuando logramos levantar entre
nosotros y las relaciones, las culpas que colocamos fuera o de las que nos
hacemos cargo. El estado de inocencia implica un vínculo de paz, de rendición
ante la existencia y ellos —los niños— no sólo lo saben, lo actúan. Para
nosotros, los padres y los abuelos, significa perdonarnos definitivamente.
Por
eso, cuando la tormenta se hizo ancha sobre mi cabeza, cuidando a los niños,
aprendí a cuidar de mi niño interior. Y el hombre floreció.
*Somos
ingenuos de un modo irracional al perder contacto con el sentido de la vida y
sus razones (propósitos) e infantiles por la creencia de que protegiéndonos del
contacto, nada nos sucederá.
Camilo Pérez